Universalidad y localismo de los jesuitas

El Correo, BORJA VIVANCO DÍAZ, 31-07-2010

Cuatro siglos y medio antes de que nuestra sociedad acuñara el concepto de ‘globalización’, la Compañía de Jesús se había transformado ya en una institución con vocación universal. En el momento en el que murió Ignacio de Loyola, tal día como hoy de 1556 y cuando apenas había transcurrido década y media desde la germinación de la Compañía, los jesuitas habían conseguido arribar y misionar en lugares tan dispares como India, Japón o Brasil.

En aquel tiempo, la Compañía de Jesús fue también una de las pocas organizaciones cofundadas por súbditos de diferentes reinos, connotando su espíritu universalista desde el instante inicial. Aunque originada en la Universidad de París, sólo uno – Fabro – de los siete primeros jesuitas era francés. El resto pertenecían a distintas nacionalidades. Ignacio de Loyola, Salmerón, Bobadilla y Laínez procedían del reino de Castilla; Rodrigues afirmaba con orgullo ser portugués y Francisco Javier se sentía sin patria, una vez que Navarra fue invadida, sus hermanos arrestados y su castillo derruido por las tropas del temible Fernando el Católico. Los primeros miembros de la Compañía de Jesús fueron, en definitiva, estudiantes universitarios – ‘erasmus’, diríamos hoy – que lejos de sus familias y hogares se conjuraron, por siempre, para vivir en pobreza y «ayudar a las almas»; en cualquier lugar del mundo y donde más se les necesitara.

Su rápida expansión geográfica por distintos continentes obligó a los jesuitas a resolver la ‘ecuación universalidad – localismo’ en los albores de su andadura, a mediados del siglo XVI. Mientras tanto, la mayor parte del microcosmos europeo sólo ha comenzado a plantearse este reto últimamente; cuando de modo inesperado se ha sentido desbordado e incapaz de guardar el equilibrio entre la permeabilidad ante la ‘era global’ y la defensa de la propia identidad. La solución que los jesuitas descubrieron, hace casi medio milenio, fue contundente y eficaz: Las costumbres, los ritos y los elementos culturales específicos y originales de los pueblos remotos no debían ser interpretados como obstáculos sino que tenían que ser aceptados y asimilados como los mejores moldes o vehículos de evangelización.

En consecuencia, los jesuitas no sólo respetaron y entraron en diálogo con las culturas autóctonas de los territorios de misión, sino que se mimetizaron con ellas. No sólo aprendieron las lenguas nativas a la perfección; además elaboraron y divulgaron algunas de sus primeras gramáticas. Francisco Javier escribió a Ignacio de Loyola desde Asia, lamentándose de no encontrarse en París para relatar, en el paraninfo de la Universidad en donde se conocieron, las maravillas que llegó a contemplar en aquel continente. Poco después, el jesuita italiano Matteo Ricci – de cuya muerte este año se ha cumplido el 400 aniversari – consiguió tender un puente de diálogo entre cultura occidental y oriental. Ricci tradujo y escribió en chino libros de matemáticas y ciencias. Construyó relojes y astrolabios que eran admirados en el país de los dragones y que le permitieron ser recibido en la corte del emperador. Y elaboró el primer mapa de China que se conoció en Europa y que continuó siendo empleado hasta el siglo XIX.

El imparable proceso de globalización al que estamos asistiendo en las décadas más recientes nos reclama aprender de la receptividad y el espíritu de diálogo que los jesuitas han practicado durante cerca de cinco siglos con las culturas y los pueblos más lejanos. No siempre lo lograron pero viajaron en busca de etnias y culturas recónditas con la pretensión de vivir en ellas para siempre, sin minusvalorarlas y sintiéndose parte activa; convirtiéndose en improvisados exploradores y cartógrafos; poniendo en riesgo su vida en territorios muchas veces hostiles. En el mundo global del siglo XXI ya no es necesario viajar para conocer nuevas culturas pero se exige coraje para aceptarlas y convivir con ellas. A caballo de los siglos XVI y XVII, el jesuita Ricci discutía – vestido al estilo oriental – con los monjes y sabios budistas acerca de filosofía, religión y ciencia; en la Ciudad Prohibida y como huésped del emperador de China. Hoy sé de un jesuita navarro, uno de los más jóvenes, que para acompañar a la comunidad musulmana en su integración en nuestro entorno, apoyarla como minoría religiosa que es y con el fin también de favorecer el entendimiento entre el cristianismo y el Islam, cumple con el Ramadán y acude con frecuencia a una de las mezquitas de Bilbao a rezar con ellos; como si de un inmigrante mahometano más se tratara.

Al fin y al cabo Ignacio de Loyola fue asimismo un inmigrante o un refugiado que tuvo que viajar de una ciudad a otra; huyendo de la Inquisición y viviendo de las limosnas. De modo similar que muchos ‘inmigrantes patera’ del presente, fue un ‘sin papeles’ que, cuando llegó a París, se registró con un nombre distinto. Cambió el vasco de Iñigo por el de Ignatius; seguramente por ser éste más usual o universal. Y como también ocurre hoy, el círculo de relaciones sociales del foráneo Ignacio de Loyola quedó conformado básicamente por extranjeros, algunos de los cuales constituyeron, en la capital del Sena, la semilla de la Compañía de Jesús.

En un mundo en el que ‘pensar globalmente y actuar localmente’ es ya casi un imperativo de supervivencia, la historia de la Compañía de Jesús sale en nuestra ayuda para demostrarnos que este reto es posible. Pero no nos confundamos. Lo que en última instancia movía a los misioneros jesuitas no era el afán de aventura, la curiosidad antropológica o el interés científico. Alcanzaron los confines de la tierra, diseñaron cartas náuticas o elaboraron diccionarios de lenguas arcanas porque tuvieron la capacidad y la audacia de sentir amor y compasión por pueblos y personas; incluso antes de conocerlos.

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