Coincidiendo con el inicio del Mundial, el autor disecciona la figura del forofo violento en los recintos deportivos ● Explica cómo ciertas personas acuden a los estadios para liberar sus deseos de venganza, resentimiento o exterminio

Hinchas, militancia y violencia en el fútbol

El Mundo, TRIBUNA / OTRA CARA DEL DEPORTE / MANUEL MANDIANES, 11-06-2010

HOY ARRANCA un Mundial de fútbol
marcado desde hace meses por las
dudas en torno a la capacidad de
Sudáfrica para organizar el evento.
La falta de seguridad en este país se percibe
como la principal amenaza para el correcto
desarrollo del torneo, y los temores no han
hecho sino crecer tras los recientes asaltos a
periodistas y jugadores. La preocupación
por la peligrosidad de las calles se traslada
desde esta misma tarde a los estadios,
donde el maridaje entre fútbol y violencia
observa lamentablemente un largo historial.
Un policía me dijo una vez que si vinieran
los marcianos y vieran que los organizadores
llevan a los hinchas
en autobuses al campo, que allí los
tienen separados por vallas vigiladas
por la policía y que, al terminar
el partido, sólo sueltan a unos
cuando los otros ya han desaparecido
del campo de visión, para
que no se crucen los unos con los
otros, se preguntarían: «¿Qué clase
de fieras son estas?».
Los hinchas, no los aficionados,
de algunos equipos y selecciones
son de los pocos y auténticos militantes
que quedan en nuestros días,
equiparables a algunos grupos
urbanos y a los nacionalistas radicales
que se ponen el mundo por
montera. Su estrategia es acoplarse
a las energías que ascienden
desde abajo para transformarlas
en consignas políticas. Quien no
sepa lo que significa resistencia no
comprende el espíritu de hincha.
«La lucha continúa cuando todo
se ha perdido», gritan.
Pese a que frecuentemente conviertan
las derrotas en victorias y
en programas de supervivencia,
tienen que buscar chivos expiatorios
que suelen ser de dos clases:
externos e internos. Los primeros
están personificados en equipos o
selecciones de otras ciudades o
países y sus aficionados y en los
árbitros. Los segundos, en personas del propio
equipo al que presuntamente apoyan: el entrenador
es el primer enemigo potencial si las victorias
no llegan, luego algún futbolista del que
se esperaba un mayor rendimiento, luego los
dirigentes. Todos los enemigos que se alojan
en el interior del equipo pueden ser sometidos
a ejercicios de reeducación, castigos, expulsiones,
banquillo. El entusiasmo incluye reduccionismos
a todas luces visibles e injustos.
La reflexión, condición paramantener la
sangre fría enmomentos de tensión, no se da
a la entrada ni a la salida de un partido de fútbol.
Impera la impaciencia y la inmediatezes
la hora de los actores ambiciosos y fuertemente
indignados que pasan a la ofensiva tan
prontos se comprenda que no hay nada que
perder por ningún lado. Los teóricos de la revolución
decían: intellectus quaerens iram. Los
violentos futboleros practican lo contrario: ira
quaerens intellectum. La indignación, la destrucción
precede a todo pensamiento.
A estos destructores les encanta estar en
movimiento. Sin itinerario y sin dirección, hacen
lo que se les ocurre y lo que se les viene en
ganas. Para ellos la noticia es la novedad. Lo
nuevo por ser nuevo, olvidándose de lo que dice
el Eclesiastés: «Nada nuevo bajo el sol». Entre
la salida y lametamedia un desierto, un vacío,
un páramo, un enorme abismo al que se
arrojan seguramente de manera inconsciente,
pensando que lo hacen por voluntad propia.
Los hinchas conciben su vida como centro
de resonancia de la ira y el descontento de todos
los aficionados. No pueden concebir una
militancia que se precie sin una cierta capacidad
de actuar de manera contundente y ejemplarizante
para exterminar todo lo que se opone
al honor del equipo. La ira es una pasión,
un sentimiento, detestable solamente cuando
se descontrola y es víctima de la incontinencia.
La mayoría de los militantes futboleros son
gente normal que controla su ira.
Los griegos inventaron el teatro y el estadio,
los romanos le añadieron las sangrientas luchas
de competición en la arena, y los hinchas
añadieron las batallas campales
fuera de los estadios. Como escribió
el filósofo Peter Sloterdikj,
«destrozar cabinas telefónicas o
quemar coches cuando, con ello,
no se persigue un objetivo que integre
el acto vandálico en una
perspectiva histórica [es, a todas
luces, un acto gratuito]. La rabia
de los destructores de cabinas y
de los incendiarios se consume en
su propia expresión y el hecho de
que se regenere amenudo con las
rudas reacciones de la policía y de
la Justicia no le quita nada de su
ceguera. Se limita al intento de
dar golpes en la niebla».
La violencia de los hinchas es
una expresión espontánea que se
acaba en sí misma y que nada tiene
que ver con la violencia terrorista
y organizada, a no ser que
haya grupos organizados detrás,
pero es un juego siniestro que
destruye otras maneras de entender
la vida de los aficionados y de
otros seres humanos, que no disponen
de la misma libertad que
los destructores porque las reglas
del juego no se lo permiten.
La justificación inmediata de
su actuación violenta es la necesidad
de blandir por todo lo alto
y tan contundentemente como
sea posible el nombre del equipo
de sus amores. La visibilidad y el impacto son
sus únicos dogmas y ejes de actuación para
que el enemigo sepa quiénes son, con quién
se enfrenta y se juega los cuartos. La visibilidad
no es exclusiva de los hinchas sino que
es como una peste que avanza por todos los
rincones del mundo y penetra el ámbito del
dinero, de la ciencia, del arte y todo lo que se
le pone por delante. Sin visibilidad no hay impacto
y sin impacto no hay existencia. Todo
individuo que quiera ser alguien ha de tener
consejero de imagen.
La violencia reflejada y, muchas veces, magnificada
en los medios, es la prueba de su existencia.
Su imagen especular les causa una profunda,
aunque momentánea, satisfacción. Copiando
a Bauman, se puede decir de ellos que
«se trata de una tendencia autosostenida y autoreferenciada
». Se dicen a símismos enmonólogos
que sólo se dan en su pensamiento:
«Somos la vanguardia de la vanguardia».
Los violentos ejercen su ira amayor gloria y
honra de sus ídolos –cuyas camisetas visten–
y para compensar los hechos y las fechorías
del enemigo, que el hincha interioriza con la
lectura de panfletos repartidos gratuitamente
y con eslóganes que recitan como auténticas
oraciones, una y mil veces repetidos, antes de
entrar al campo y en el campo. El ritual exige,
en principio fuera del campo, quemar, aplastar,
pisotear y arrastrar por el polvo las banderas
y los símbolos del enemigo.
LA FARSA APARECE en el intento de
proyectar sobre el momento actual,
antes, durante o después del partido
las circunstancias de situaciones diferentes
para deducir de ellas disculpas para
ejercer la violencia contra todo lo que está al
alcance de la mano. La destrucción, que
ellos consideran creativa, es el modo de proceder
de la vida líquida.
A veces, los hinchas revisten y disfrazan sus
actuaciones de ajuste de cuentas entre nacionalismos
de diferentes países o dentro del mismo
(entre centralistas e independentistas:
Barça versus RealMadrid). También la pueden
revestir de revancha entre territorios y barrios
de la misma ciudad, caso de los derbis.
La memoria del hincha es un archivo de todas
las afrentas que ha sufrido su equipo. Parece
que el poeta Heine estaba pensando en
ellos cuando escribió: «Radicalmente por un
mismo patrón cortados / tienen las cabezas como
tabla rasa». No obstante, el hincha puede
ser una personalidad contenedor; es decir, hoy
es un hincha destructor y mañana, un voluntario
entregado a nobles causas.
Quizá si no tuvieran ocasiones como las
que les proporcionan los partidos de fútbol,
buscarían otro modo de dar rienda suelta a
su ira. La victoria o la derrota es una excusa
para mostrar y dejar correr los radicalismos
modernos de la ira colectiva. Ellos van al encuentro
de liberaciones de energías de venganza,
resentimientos y deseos de exterminio
porque desdeñan las pequeñas fugas. «Las
cosas hay que hacerlas a lo grande», me dijo
uno de ellos.
Las fuerzas del orden deben prevenir y
mantener el caos dentro de unos límites pero
no deben cortar de raíz estos desmanes prohibiendo
las concentraciones. Sería peor. Son
fuerzas iconoclastas e irrespetuosas con todas
las formas de cultura y de convivencia, fruto
momentáneo de la euforia, del entusiasmo o
de la decepción. Para el hincha, el otro y su
mundo nomerecen respeto sino que es sólo
un estorbo que hay que eliminar y borrar de la
faz de la tierra. La ira de los hinchas es un
afecto destinado a mostrar y a impresionar
desde el nivel de la expresividad animal.
Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC
y escritor.

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