Memoria (7): abuelos enEllis Island

La Vanguardia, , 26-05-2010

Francesc-Marc Álvaro
Hace algunos años, alguien intentó explicarme “a fondo” cómo eran y qué pensaban “los inmigrantes en Catalunya”, en alusión a las miles de personas que, arribadas de varias tierras peninsulares durante todo el siglo XX, decidieron recomenzar sus vidas en este país. Mi interlocutor, cuyos apellidos provenían casi de las barbas mismas de Guifré el Pelós, intentaba contar al nieto de un murciano que llegó a Barcelona en la década de los veinte la peripecia de unas gentes que él, en realidad, sólo conocía desde fuera y desde lejos. Como es natural, le di las gracias y le recomendé que se dedicara a hacer pedagogía sobre su mundo (esa parte de la alta burguesía que, venida a menos, respira gracias al clientelismo político), en vez de tratar de ser intérprete de unos ambientes que sólo había entrevisto, tal vez, gracias a las chachas que servían en casa de los papás, cuando los buenos tiempos. Aquel día, lamenté (como lo hago a menudo) no haber reunido más datos y detalles sobre mi abuelo murciano. Y sobre sus ilusiones.

A pesar de la distancia, yo todavía guardo recuerdos, aunque escasos y fragmentarios, de eso que fue la inmigración cuando ya no lo era; es decir, la memoria de mi abuelo Marcos y mi abuela Joaquina cuando, en los años finales de sus vidas, el desarraigo juvenil había desaparecido completamente (sepultado por la guerra, la miseria, el trabajo duro y muchos hijos), pero pervivían esas formas imborrables de una cultura trasplantada a la fuerza, cercana y extraña a la vez. El exotismo de lo ordinario aparecía en fiestas y celebraciones familiares, como un espectáculo que los ejecutantes se ofrecen a sí mismos, sin añoranzas. Repaso fotografías en blanco y negro de bodas y bautizos, donde aparecen mis padres y mis abuelos, sentados a la mesa. Una guitarra, una canción, un chiste. La memoria semeja una fotocopia de una fotocopia, pierde nitidez cada vez que se reproduce. Trato de reconstruir la mirada de mis años infantiles sobre la escena y sé que sólo estoy bordeando la periferia de una arquitectura efímera. Es como imaginar los movimientos de un dinosaurio a partir de un fragmento minúsculo de un hueso insignificante.

Estando en Nueva York, visité, hace algún tiempo, Ellis Island, el islote del puerto que se convirtió en la puerta de entrada de los millones de inmigrantes que llegaban a la América soñada, entre 1892 y 1924. Al recorrer el museo instalado en el antiguo centro de recepción donde se decidió la suerte de tantas personas, no pensé en mi abuelo paterno, sino en el materno, Francisco Vidal, que emigró a Cuba en 1912 para “hacer fortuna”, como entonces se decía. ¿Por qué no lo intentó en Estados Unidos? Pero la aventura antillana de mi abuelo Vidal es el reverso de la historia más conocida, la de los triunfantes indianos que, tras crear grandes negocios, eran aclamados como benefactores por sus paisanos; como tantos que hoy no tienen ni calles ni plazas dedicadas, el padre de mi madre regresó de La Habana tan pobre como se había marchado. Ahora me doy cuenta de que en Ellis Island me equivoqué: pensé en el abuelo que perdió la apuesta y debí pensar también en el que la ganó. Traté de imaginar los sueños rotos del abuelo emigrante y no celebré la meta alcanzada por el abuelo inmigrante. Lo que ocurre es que el Ellis Island del joven Marcos Álvarofue – como me sugiere el colega Alberto Díaz-la barcelonesa estación de Francia. La América del muchacho que se largó del pueblo de Torre Pacheco era Catalunya.

Fruto del encargo de un documental para la televisión, Georges Perec escribió un libro sobre Ellis Island, editado aquí en catalán por L´Avenç.Es un texto intenso, breve. Sirve para explicar también el aire de esa estación de Francia donde el abuelo murciano puso a 0 el marcador: “Havien renunciat al seu passat i a la seva història, ho havien abandonat tot per provar de venir a viure aquí una vida que no havien tingut el dret de viure en el seu país natal i des d´aleshores es trobaven enfront de l´inexorable”. ¿Qué era y qué es lo inexorable? Esto deberían decirlo hoy los que llegan de Marruecos, Filipinas, Ecuador, Rumanía o Senegal. Son ellos los que tienen el conocimiento y la autoridad para expresarlo. Si yo lo pretendiera, sería una impostura monumental, equivalente a la de ese tipo que intentó contarme cómo es esa parte de mi país que está unida a mi primer apellido. Aprendamos de los errores.

El ser hijo de una autóctona Vidal y de un Álvaro nacido aquí con raíces murcianas me aseguró poder estar, cuando era chaval, en dos universos que discurrían paralelos. Fue una suerte enorme. Siempre tuve primos catalans y castellans,y pude cruzar esa frontera invisible en ambas direcciones. La denominación castellà agrupaba a todos los que no tenían la lengua catalana como materna, tanto si eran andaluces, extremeños o murcianos. En este sentido, no era una etiqueta política, ni racial, ni despectiva (el término charnego sí lo era), únicamente designaba el espacio de lealtades culturales, que también iba mezclándose poco a poco. En aquella época – los setenta- aquí no se hablaba de identidades como hoy lo hacemos. Mi familia tenía una parte catalana y otra castellana y esto se vivía como absolutamente normal. Por eso sostengo, con el amigo Lluís Cabrera, que Catalunya será impura o no será. Mi memoria asume, pues, esta impureza vivificadora, que coloca a mis dos abuelos a bordo del mismo barco hacia Ellis Island. Los dos buscaron, a su manera, un nuevo país para vivir. Es el que ahora tengo.

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