«Poco a poco nos van aceptando y ya hay vecinos que nos hablan»

La Voz de Galicia, M.?C., 16-05-2010

«Era un prejuicio que tenían los vecinos por venir de donde veníamos. Vivíamos en el poblado de O Vao porque no teníamos otro lugar en el que poder estar»

Una familia realojada en Ponte Caldelas reconoce un cambio de actitud entre los reacios a su presencia

«Era un prejuicio que tenían los vecinos por venir de donde veníamos. Vivíamos en el poblado de O Vao porque no teníamos otro lugar en el que poder estar»

Haber vivido en una chabola de O Vao, en el concello de Poio, es un estigma. «Pagan justos por pecadores», explica una joven gitana de Monte Porreiro que vivió en el poblado antes de abandonarlo para trasladarse al sur. Allí, explica, conoció a su marido. Juntos regresaron a Pontevedra y se instalaron en un barrio. No tuvieron problemas. Ella va a los cursos de alfabetización que organiza la concejalía de Asuntos Sociales del Ayuntamiento pontevedrés para «poder ayudar a mis hijos en la educación, algo que no pudieron hacer con nosotros nuestros padres», repite. Y quiere que el Concello organice cursos para aprender un oficio: quiere que le den una oportunidad.

Porque esta joven, que prefiere ser anónima, conoce lo complicado que es estar marcada por O Vao, un poblado en el que algunos tampoco niegan, dejando el pudor a un lado, que «cuando trabajando en el mercado no se saca para comer, algo hay que hacer para mantener a los hijos». Lo que hacen es un secreto a voces. Algo que ha desvelado la redada antidroga llevada a cabo esta semana en el barrio.

La joven de Monte Porreiro es tan consciente de ese estigma como la familia de Miguel Montoya Giménez, una de las dos que tras el derribo de media docena de chabolas del poblado en noviembre del 2007, tras ser ejecutada una orden judicial que obligaba a su erradicación por estar levantadas en un terreno entonces de uso forestal, fueron realojadas en Caritel, en Ponte Caldelas, a una media hora en coche de Pontevedra.

La familia de Miguel Montoya soportó sangre, sudor y lágrimas. En mayo del 2008, las manifestaciones frente a su casa, las pintadas y las caceroladas llegaron a formar parte de su día a día. Pero no se rindieron, no abandonaron la casa que les habían dado. Aguantaron. El propio Miguel aseguraba entonces que no los iban a echar por miedo, que era una cuestión de principios.

Ahora, dos años después, la pesadilla comienza a convertirse en sueño. «La integración está bien. Ahora estamos tranquilos. Poco a poco hemos ido mejorando», explica Miguel desde el balcón de su casa.

Imagina que todo lo ocurrido fue producto del desconocimiento. «Al principio no nos conocían y pensaban que éramos mala gente, pero poco a poco nos van aceptando y ya hay vecinos que nos hablan. Otros todavía no, pero poco a poco. Han visto que estaban en un error y ahora ya estamos mucho mejor», insiste una y otra vez desde el balcón.

Porque, no se cansa de repetir Miguel, «era un prejuicio que tenían los vecinos por venir de donde veníamos. Vivíamos en O Vao porque no teníamos otro lugar en el que poder estar», explica este hombre cuya actividad principal es la chatarra y la venta ambulante. Fue a lo que se dedicó durante toda la vida. «El yerno está ahora por ahí recogiendo chatarra. Va desde la mañana hasta las cuatro o las cinco de la tarde. Luego voy yo hasta la noche. Antes también tenía gallinas, pero vino el zorro y las comió», cuenta.

Desde el balcón se despide. En el pueblo todo está tranquilo, pero aunque ya han pasado dos años de las protestas contra el realojo, todavía pueden verse algunas pintadas contra el asentamiento de gitanos, «contra el realojo ilegal», rezan.

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