Cárceles ambulantes

La Razón, 01-05-2010

Mujeres cubiertas de la cabeza a los pies, presas de su propia vestimenta. Mujeres, sin apariencia reconocible, recluidas en cárceles de velos. Mujeres tapadas para no provocar al varón, con sus formas desdibujadas. Al fin y al cabo, la mayoría de estas mujeres fueron compradas en matrimonio como mercancía con ocho o diez años, en tratos comerciales realizados al margen de ellas. ¿Para qué mostrarse a la sociedad si ya han sido adquiridas en propiedad, si ya tienen dueño?

Me escandaliza que a los occidentales no nos escandalice semejante ultraje. Aparentemente hay unanimidad en nuestra sociedad en repudiar los matrimonios amañados con niñas, la ablación, la segregación, los castigos físicos y el despojo de derechos familiares y sociales a las mujeres. Pero los movimientos autodefinidos progresistas occidentales, en vez de condenar, juegan a la tolerancia en el caso de los velos.

Por eso el debate del pañuelo no es baladí. El «hiyab» es un símbolo de separación, de rechazo a la integración, de adhesión a un proyecto de sociedad basado en principios que permiten que las niñas sean instrumentalizadas. «El velo simboliza lo contrario de los valores democráticos», ha dicho Viviane Teitelbaum, autora del libro «Cuando Europa se cubre con el velo» y no puedo estar más de acuerdo con ella. Bélgica ha sido el país pionero en prohibir el «burka» en cualquier lugar público, por considerar que elimina todo rastro de humanidad y atenta contra los valores de nuestra sociedad. Pero la cuestión es: ¿por qué el «burka» no y sí otros velos muy restrictivos? ¿Y por qué sí el «hiyab» que, aunque sólo tapa cara y cuello, impedirá a la niña salir de la escuela conectada con la sociedad de acogida? Tras el pañuelo viene la negativa a hacer gimnasia, a bañarse en la piscina y, si me apuran, a participar los padres en reuniones escolares con las madres de otros alumnos. Esto ya está pasando. Por eso en países como Bélgica y Francia el debate lo han abierto los gobiernos.

La conclusión, desde luego, es sencilla: el «hiyab» y el «burka» no son afortunadamente lo mismo pero ambos forman parte del mismo proyecto de sociedad. No es una cuestión religiosa, sino un asunto de modelo social y cultural en el que la mujer vive sometida.

Imaginemos que hubiera un polo opuesto, una supuesta religión que defendiera la desnudez. ¿Tendríamos que consentir que un individuo se presentara desnudo en su puesto de vendedor de unos grandes almacenes, en la ventanilla que atiende en el ministerio, en el colegio en el que da clases, en la consulta del médico… alegando razones religiosas?

Seamos pues serios. La intolerancia avanza en nuestras sociedades de la mano de otras culturas no igualmente democráticas. Y ésta no es cuestión de centros escolares, porque no es una cuestión de un trozo de tela. Los gobiernos y los parlamentos tienen la responsabilidad de impulsar leyes de convivencia de derechos y deberes, como dictan las Constituciones que en estos países nos hemos dado. Por suerte, con la educación obligatoria porque, de no ser así, estaríamos hablando de niñas desescolarizadas a los doce años.

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