Un diálogo urbano

El País, J. ERNESTO AYALA-DIP, 15-04-2010

Hace unos días me reencontré con un antiguo compañero de faena. Él es colombiano y actualmente trabaja como gerente en una fábrica de muebles. “Hace mucho que dejamos tú y yo de ser inmigrantes”, me dijo, “aunque siempre queda algo en el alma”, agregó como si no le cupiera ninguna duda. Nos habíamos conocido en un hotel de Calafell: a él lo habían contratado como pinche de cocina. A mí me rechazaron por hablar más de la cuenta: para fregar platos no necesitamos universitarios, me espetaron.

Como la vida da muchas vueltas, volvimos a coincidir un año después en el otrora Drugstore del paseo de Gràcia como dependientes nocturnos. Ese antro entrañable y variopinto de los años setenta, como sacado de una pintura expresionista, con sus prostitutas de lujo, sus burgueses recién salidos del Liceu, sus puntuales policías de paisano, sus progres urdiendo diversos sistemas para desvalijar la mítica librería que había en el altillo, sus borrachos infatigables, todo en una atmósfera de tabaco, sudor y libertades subterráneas. “¿Te acuerdas de aquel jefe de planta que siempre nos confundía?”. Nuestro jefe era un ex guardia civil, bonachón y bastante decisivo en nuestras respectivas vidas, porque fue quien nos hizo fijos y gracias a ello pudimos tramitar nuestro permiso de trabajo (que lo gestionaba la propia empresa) y la automática residencia.

“Ernesto, ¿usted es paraguayo, no?”, me preguntaba como si le molestara la duda. “No, yo soy argentino”. “Ah, perdone, el paraguayo es César”. “No, César es colombiano”. Su debilidad era Nino Bravo: no porque nuestro jefe fuera fan suyo, sino porque había descubierto que eso estimulaba la pulsión consumista de las meretrices que mezclaban la fervorosa audición del cantante valenciano con la compulsiva adquisición de unas horribles jirafas de peluche y unos carísimos perfumes que pagaban sus ocasionales clientes.

“En nuestra época de inmigrantes apenas teníamos competencia, cómo cambiaron los tiempos”, certificó César con cierto aire sociológico. “Bueno, eso nos hizo todo más fácil”, dije. “No sé qué habría sido de mí si me hubiera marchado”, habló como si lo comentara consigo mismo. “Menos mal que ya no somos inmigrantes, sino ahora nos llamarían ’personas inmigrantes”, acotó con un alivio irónico, y nos fuimos a tomar un café. Es cierto, inmigrantes ya no somos, pensé, pero para los demás algo extranjeros siempre seremos. Y no es una queja, Dios me libre de semejante ingratitud.

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