La ultraderecha está rentabilizando el malestar social por la crisis y el desencanto por la transición húngara

Ni banqueros ni gitanos

La Vanguardia, , 12-04-2010

BUDAPEST – Enviado especial
Hungría es un país pequeño de diez millones de habitantes con una tradición política muy sui géneris. En los años 20 adelantó a Adolf Hitler en la persecución estatal de los judíos, y en los veinte años transcurridos desde el verano de la libertad de 1989, la ultraderecha, como en otros países poscomunistas, ha reaparecido.

Pero, contemplando anoche las escenas en la fiesta postelectoral del partido de la ultraderecha Jobbik – el movimiento por una Hungría mejor-en las afueras de Budapest, lo preocupante no era la singularidad húngara sino lo que comparte con el resto de Europa en un momento de crisis económica y creciente malestar social. La ultraderecha europea vuelve a la carga, desde el Frente Nacional de Jean Marie Le Pen, que sacó el 11% de los votos en las recientes elecciones regionales de Francia y recuperó gran parte del apoyo que le restó hace dos años Sarkozy, hasta el Partido de la Libertad de Geert Wilders en Holanda, el Partido del Pueblo en Suiza, que en octubre logró que se aprobara en referéndum prohibir los minaretes, y la renovada Liga del Norte de Umberto Bossi en Italia. Incluso en Estados Unidos no son los republicanos quienes rentabilizan la coyuntura económica sino los ultra del movimiento tea party.

Aunque se daba por descontado que el partido Fidesz (centroderecha) ganaría las elecciones, la noticia de la jornada electoral es que Jobbik, con su discurso incendiario que combina antiglobalización con racismo antigitano, entra en el Parlamento húngaro tras su chocante éxito en las elecciones europeas del año pasado.

El socialismo gulash y las libertades relativas parecían crear las condiciones para una transición fácil a la política de consenso y la economía de mercado. Pero, veinte años después, “estamos creando un fascismo del siglo XXI; es jugar con fuego”, dice Jeno Kaltenbach, ex defensor del pueblo.

Todo esto sería más o menos rechazo cada vez más amplio a las políticas respaldadas por Bruselas y Frankfurt, basadas en la fórmula políticamente desastrosa de rescatar a la banca y pasar la factura al ciudadano. Ayer se esperaba que ese rechazo relegaría a los socialistas al tercer puesto, por detrás de Jobbik.

La ultraderecha ha rentabilizado la indignación contra la élite económica y política con maestría. Su discurso va al juglar de la banca internacional. Defiende que los pagos de hipotecas sean según la tasa de cambio imperante antes de la crisis y que los bancos paguen la diferencia. También arremete contra las multinacionales: “No pagan impuestos, se llevan los beneficios fuera, pagan sobornos a los políticos y sueldos indignos a los trabajadores”, dijo su líder, Vona Gabor, en un mitin el viernes. A esto se añade el racismo visceral dirigida principalmente contra los 600.000 gitanos rom en Hungría.

El auge de Jobbik “tiene factores específicos: el desencanto con la transición y la percepción de que la nomenclatura comunista sigue en el poder”, dice Kaltenbach. Pero otro factor, añade, es “la rápida ampliación de la brecha entre ricos y pobres”. Algo que ocurre a ritmo de vértigo en toda Europa en esta crisis.

Se suele diferenciar entre una nueva derecha radical posmoderna en países como Holanda, Suiza o Italia, cuyo adversario principal es el multiculturalismo, el islam y la inmigración, frente al fascismo más tradicional de antisemitismo y misticismo nacional en el este. “Jobbik ha modernizado el viejo fascismo húngaro, pero no creo que sea parte de una tendencia europea”, sostiene Janos Ladanyi, sociólogo de la Universidad de Budapest, si bien reconoce que “el fenómeno Jobbik se parece a Haider en Austria”.

Pero hay algún indicio de que, tras la crisis, la dirección de la esperada convergencia de culturas políticas en Europa ya no sólo va de este a oeste sino también al revés. Lejos de desaparecer, los fascismos anecdótico en Europa si no fuera por el contexto. Hungría fue el primer país europeo en pasar por el calvario de la crisis de endeudamiento y el duro ajuste vigilado por el Fondo Monetario Internacional (FMI). Se ha disparado el paro, y la tasa de empleo es la más baja de Europa. El coste de financiar las hipotecas – la mayoría, denominadas en euros-se ha disparado desde el colapso de su divisa, el florín. Veinte mil viviendas han sido embargadas.

Forzada a pasar por el aro de la austeridad y el estancamiento, Hungría ya tiene uno de los déficit públicos más bajos de la UE. El FMI y los líderes europeos se deshacen en elogios hacia el Gobierno interino responsable del trabajo sucio tras la dimisión del primer ministro socialista Ferenc Gyurcsany el año pasado. “Fuimos los primeros en entrar en la crisis, pero ahora no somos los peores”, dice Laszlo Halpern, economista de la Academia de Ciencias de Hungría.

Pero el precio del éxito es un poscomunistas se parecen cada vez mas a sus homólogos en el oeste. “Jobbik es la versión balcánica del partido fascista moderno”, dice Ladanyi. De la misma manera que las avenidas de fin de siècle en Budapest se llenan de tiendas de Armani, Burger King y oficinas bancarias de Unicredito y Erste Bank, la ultraderecha se homogeneiza.

En los sondeos sobre actitudes políticas con motivo del XX aniversario de la caída del muro de Berlín, la única prueba real de convergencia entre este y oeste es un rechazo cada vez más generalizado al capitalismo financiero. Y en estos momentos, los únicos partidos que rentabilizan ese rechazo son los de ultraderecha.

Y desde el otro lado de la valla: a un gitano rom emigrado desde un gueto de las afueras de Bucarest o Sofía a un campamento a las afueras de Milán no le interesan demasiado los matices entre la extrema derecha poscomunista y el nuevo fascismo posmoderno del oeste.

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