Un actor afgano debe exiliarse a Noruega por denunciar a dirigentes de su país en sus obras

El Periodico, 01-04-2010

Desde la caída del régimen talibán, Afganistán es un país que, al igual que Occidente, elige presidente cada cinco años, cuenta con un Parlamento bicameral y está dotado de una Constitución cuyo artículo 34 estipula que «cada afgano» tiene «el derecho de expresar su pensamiento a través de la palabra, la escritura y las ilustraciones, así como cualquier otro medio». Un Estado que recibe al día el equivalente a 5,2 millones de euros procedentes del bolsillo de la comunidad internacional para, entre otras cosas, mejorar la gobernabilidad y democratizar las instituciones. Pero Atiqulá Rayan, nacido en 1984, actor de profesión y exiliado dos veces –primero durante el régimen de los talibanes, pero la segunda vez ahora, en ese Afganistán que celebra consultas electorales periódicamente–, se ríe de todo ello: «Los extranjeros y la comunidad internacional dicen que van a traer la democracia; para mí, la democracia en Afganistán es un lamento, una mera palabra dicha sin contenido».
La historia de Atiqulá pone sobre el tapete los límites existentes a la libertad de expresión en el país, pese a los millones de ayuda humanitaria que recibe el Gobierno de Hamid Karzai o la presencia de 117.350 soldados de 42 países. Regresó a su país de su primer exilio en el 2004, con 20 años, con la intención de hacer estudios universitarios. Ya en Kabul, la difícil situación que atravesaba su familia le obligó a desistir de su empeño de licenciarse en Geografía e Historia, y tuvo que ponerse a trabajar. Aprovechando que desde los siete años había ejercido de actor aficionado, decidió consagrar su talento a la denuncia, mediante comprometidas obras de teatro, de la actuación, durante el largo conflicto civil que desangró al país de los 90, de los llamados señores de la guerra afganos.
Cargos de relevancia
Muchos de ellos ocupan cargos de relevancia en la Administración afgana, pese a que durante los tiempos en que comandaron a sus respectivos ejércitos, estos cometieron innumerables abusos calificados por las oenegés de defensa de derechos del hombre de «crímenes de guerra» y «crímenes contra la humanidad». Entre ellos, el bombardeo y la destrucción de la ciudad de Kabul, superior, en opinión de muchos, al sufrimiento del Sarajevo cercado por los serbobosnios.
«Mi teatro era un teatro muy auténtico, muy verdadero, porque contaba las verdades que padecieron las gentes de Afganistán durante la guerra civil. Mi teatro decía lo que hicieron esos comandantes», explicó Atiqulá recientemente en Barcelona, invitado por la Associació per als Drets Humans a l’Afganistan. Las obras de Atiqulá seguían el modelo del dramaturgo brasileño Augusto Boal, padre del llamado Teatro de los Oprimidos, en el que el público toma parte activa, analiza y transforma la realidad en la que viven, incitándoles así a rebelarse contra situaciones injustas que pudieran haber vivido. «Las escenas eran en forma de mesa redonda, y la gente hacía los papeles de los criminales que actuaron en la guerra civil», explica.
Sin duda, este teatro reivindicativo se le atragantó a más de un dirigente en Kabul. «Un día, estaba andando, y vinieron dos coches. Eran coches del Gobierno, con guardaespaldas de señores de la guerra que son ministros. Eran casi 15 personas», recuerda. Vestían uniformes oficiales y Atiqulá recibió golpes en todo el cuerpo, con todo tipo de objetos. Mujeres que pasaban por ahi llegaron a decir: «Si queréis matarle, matadle de una vez». Durante varios días perdió la visión en un ojo.
Tras otras dos visitas de uniformados –escapó por los pelos– Atiqulá pidió asilo en Noruega.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)