HABITANTES DE LA RUINA

Las Provincias, TXEMA RODRÍGUEZ FOTOSBEATRIZ LLEDÓ J. ANTONIO MARRAHÍ |, 21-03-2010

Han pasado muchos años a solas. Todos se fueron. Primero las invadió el polvo. Más tarde, muebles y cuadros fueron sustituidos por grafitis y cristales rotos. Las paredes se resquebrajaron y sus mesas alimentaron hogueras. Ahora, de la mano de la crisis, algunos han vuelto a esas naves y casas abandonadas que sólo se ven desde las autopistas o los caminos menos transitados de Valencia. Familias enteras, inmigrantes sin papeles, indigentes y nuevos pobres levantan su hogar en rincones oscuros. Casi un centenar de edificios ruinosos de la periferia de Valencia esconden un secreto: la vida.

El 20% de la población de la Comunitat vive por debajo del umbral de pobreza. Así lo refleja la última encuesta de Condiciones Vida elaborada por el INE. Entidades benéficas como Casa Caridad Valencia y Cáritas Diocesanas han duplicado las atenciones a los más necesitados en el último año.

Las cifras se palpan en la calle. Hace una década, Ángel Guran, de 64 años, dejó Rumanía y puso rumbo a la Comunitat. En ese tiempo no ha logrado encontrar un techo firme bajo el que cobijarse junto a su familia. «He ido de lado a lado, metiéndome en casas deshabitadas», reconoce.

Sus vecinos son los muertos. Desde hace tres años ocupa una vivienda destartalada con vistas al cementerio de Valencia. Sólo la furgoneta aparcada en la puerta, la ropa tendida y la chatarra a su alrededor sugieren que hay vida entre esas cuatro paredes agrietadas. Pero el señor Guran no esta sólo. Él y su esposa comparten espacio con otras tres parejas.

El inmigrante rumano sabe que, aunque provisional, la casa del descampado de San Marcelino es, de momento, su hogar. Por eso intenta tenerla «lo más limpia y ordenada posible».

La vieja masía no dispone de luz. Sus ocupantes la toman «de los edificios más cercanos». Ángel asegura que no tiene problemas con sus vecinos. «Ellos están tranquilos. Saben que nosotros no robamos», afirma.

Sobrevive cada día con esfuerzo. Sus rudos brazos lo atestiguan. Busca empleo sin descanso, aunque rara vez lo encuentra. «No hay trabajo de nada, ni siquiera en el campo para recoger naranjas», lamenta. Con lo que saca de la chatarra gana 10 euros al día.

«Un día es bueno y otro malo. Qué vamos a hacer», resume resignado. Aunque el presente es poco esperanzador, no piensa darse por vencido. Marcharse de la Comunitat no entra en sus planes. «Si me echan de esta casa, buscaré otra».

En Cáritas Diocesanas de Valencia atienden a diario situaciones como la de Ángel, aunque nunca antes se habían encontrado con tantos casos desesperados. Cada vez son más los que llaman a la puerta de la entidad parroquial para pedir ayuda. «Los efectos de la crisis económica se notan con más fuerza. El último extremo es el de personas en paro que ya han agotado sus ahorros y se quedan en la calle sin dinero», explica Vicente Andrés, coordinador de la organización.

El cacareo de las gallinas y el ladrido de un perro hacen las veces de timbre en la casa de Francisca y Juan José. Malviven desde hace 15 años en una casa abandonada junto a las vías del metro, en San Isidro. Este matrimonio y sus seis hijos han soportado con estoicismo el gélido invierno.

Francisca sostiene a un crío en brazos mientras remueve una sartén repleta de pollo. Una pequeña estufa eléctrica lucha a solas contra el frío y la humedad. Les cubre un techo de cañas debilitado por un incendio, una estructura incapaz de frenar el agua cuando llueve con fuerza. «Quiero una vivienda, como todo el mundo. Aquí estamos muy mal», reconoce esta valenciana de 30 años mientras los animales corretean a su alrededor.

La casa se cae a pedazos. El comedor es también cocina y el olor a aceite lo impregna todo. Un mugriento sofá, una vieja televisión y un hornillo de gas comparten el mismo espacio. La otra habitación sirve de dormitorio a todos. «Para ducharnos cogemos una garrafa, calentamos el agua y nos la echamos por encima, aquí en la misma puerta», señala Juan José, que cada día rastrea las calles de Valencia en busca de chatarra.

Para comer, asan la carne de las gallinas y aprovechan sus huevos. También sobreviven gracias a la caridad de una parroquia cercana, que les proporciona alimentos de vez en cuando. «Esta no es manera de vivir», lamenta el hombre.

A las condiciones infrahumanas de la casa se suma la incesante amenaza de echarla abajo. «Hace años que quieren derribarla porque en el descampado van a construir. Pero aquí estamos, aguantando. No nos pensamos mover hasta que nos den una casa digna. Como nos tiren, nos quedaremos en el mismo sitio, viviendo todos dentro de la furgoneta», advierte Francisca.

Las fábricas y naves abandonadas son otra salida para quienes no tienen dónde dormir. Las ocupan, sobre todo, inmigrantes sin papeles africanos o de Europa del Este. Según Juan Navarrete, que trabaja día a día con los pobres, la crisis económica ha duplicado la presencia de los sin techo en las afueras de Valencia.

En un antiguo cuartel

San Pier, un joven ghanés de 27 años, vive desde hace 15 días en un antiguo cuartel en ruinas de Bonrepòs y Mirambell. Cartones y cortinas rasgadas intentan tapar las ventanas desnudas del enorme edificio. Adentrarse en él es como hacerlo en una ciudad bombardeada.

Decenas de extranjeros, en su mayoría africanos, han encontrado allí refugio. San Pier duerme hacinado en el suelo. Comparte colchón con otros compañeros. Su mayor lujo son las mantas con las que atenúa la sensación de humedad. Para comer se ayudan unos a otros. «Nos turnamos. Cada día le toca a uno intentar conseguir al menos un euro para comprar arroz y cocinarlo», relata otro inmigrante.

Álex, Teo, Lubos y María del Mar viven en un castillo. Pero el suyo no es de cuento de hadas, sino de paredes desconchadas, cristales en el suelo y basura a cada paso. Ocupan el último piso de oficinas de la antigua fábrica de Flex, en Quart de Poblet, una fantasmal mole de 8.000 metros cuadrados que se alza junto a la entrada a Valencia por la A – 3. Antes producía colchones y ahora se desmorona.

Infinitos restos crujen en los peldaños y un agujero en la puerta de la casa priva de intimidad a sus habitantes. Cuando Álex la abre, esboza una sonrisa. Pese a su pobreza, han echado un pulso a la sordidez. Antiguos carteles publicitarios disimulan las paredes descuidadas. Una batería alimenta una viejísima tele portátil. «Hasta tenemos un candelabro que decora de lo más bien», bromea María del Mar.

«Hace medio año que nos establecimos», relata Álex, un polaco de 28 años. «He sido jardinero, electricista, maquinista de imprenta y ayudante de reforma. Luego llegó la crisis», resume. Comparte espacio con su compatriota Teo, el checo Lubos, y María del Mar, una zaragozana que llegó después. Ellos son aparcacoches un día y chatarreros otro. «Lo que salga», solventa Álex, que ansía «tiempos mejores».

«A veces pasamos frío, pero aquí se está bien», se consuela María del Mar mientras lía tabaco. La cocina se reduce a un hornillo con camping gas. «El agua la traemos con garrafas de la gasolinera». Fue moza de habitación en hoteles, pescadera y lavandera. Ahora pide limosna en las iglesias.

Junto a las fábricas derruidas y las viejas masías, sus hermanas pequeñas: las chabolas. Mihail, un rumano de 47 años, ha levantado la suya junto a una alquería en San Marcelino. Gracias a una bombona de butano cocina macarrones con queso, tortilla o sopa. «Rebusco entre los contenedores para coger lo que los supermercados desechan».

Según lamentan desde Cáritas, «la vivienda es un derecho de todos que todavía está muy lejos de conseguirse». Un paseo por las afueras basta para constatarlo.

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