IÑAKI IRIARTE LÓPEZ

¿Prohibir el burka?

El autor incide en que para solventar las dudas entorno a la prohibición del burka, lo primero que tenemos que preguntarnos es qué lugar queremos que ocupe el mismo en nuestras sociedades

Diario de Navarra, IÑAKI IRIARTE LÓPEZ ES PROFESOR TITULAR DE LA UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO, 28-01-2010

H ACE unas semanas se anunció la posibilidad de que se prohibiera el uso público del burka en Francia. Finalmente, parece que la comisión de la Asamblea Nacional que estudia el tema sólo recomendará – por el momento – prohibirlo en los servicios públicos: escuelas, hospitales, ayuntamientos, etc. El proyecto, por tanto, se ha suavizado respecto al plan inicial, pero no cabe duda de que continúa resultando muy polémico.
En este sentido, es comprensible que surjan en la opinión pública dudas, muy legítimas, acerca de su pertinencia. Por de pronto, alguien podría pensar que atenta contra aquello que, en teoría, pretende proteger, la libertad de las mujeres. ¿Con qué derecho – cabe preguntarse – puede un gobierno decirle a nadie cómo vestirse? ¿Esto no es algo que escapa por completo a sus competencias? Es posible que el burka sea una cárcel portátil, humillante para la mujer, pero ¿qué se puede hacer si son las propias interesadas las que deciden llevarlo de buen grado?

Otra posible duda se refiere al carácter etnocentrista o, incluso, xenófobo de la prohibición. Tal vez, deberíamos tomar el burka como una manifestación cultural, perfectamente respetable. Es verdad que, de acuerdo a nuestros gustos, tapa demasiado. Pero, al fin y al cabo, a nadie se le ocurriría perseguir los sombreros mejicanos por demasiado grandes. Los occidentales reclamamos el derecho a vestirnos en todas partes como nos dé la gana. ¿No deberíamos ser los primeros en dar ejemplo de tolerancia? Además, cabría plantearse si la prohibición no resultará contraproducente, puesto que convertirá al burka, símbolo – acaso – de sumisión y ocultamiento de la identidad femenina, en lo contrario: un signo de rebeldía e identidad. Por último, la medida podría ser acusada de exagerada. Después de todo, no se ven tantos burkas en Francia. Sólo lo usa una exigua minoría. Y es muy probable que con el paso del tiempo tienda a desaparecer. Seguramente, dentro de cincuenta años no sólo no se verán más de estas prendas en París, sino que, tal vez, se hayan convertido en casi una rareza en Karachi.

Todas estas dudas, como digo, resultan comprensibles y no deberían ser ignoradas. Para solventarlas lo primero que tenemos que preguntarnos es qué lugar queremos que ocupe el burka en nuestras sociedades. ¿Queremos aceptarlo como una muestra de folklore, o, incluso como una moda más, o por el contrario, pensamos que constituye el uniforme de un radicalismo religioso, machista y opresivo para todos? En segundo lugar debemos cuestionarnos si la democracia tiene legitimidad para perseguir aquellas ideologías que amenazan la integridad o derechos de sus ciudadanos, aunque sólo sean unos pocos. ¿Debería tolerarse, por ejemplo, que alguien pregonara su deseo de discriminar a los gitanos o, incluso, sus intenciones homicidas respecto a los judíos?

En tercer lugar es necesario interrogarse sobre los requisitos de la libertad. El que algunas personas – por masoquismo o miedo – decidan renunciar a ella, ¿nos obliga a tolerar la esclavitud entre nosotros? ¿O deberíamos exigir a quien quiera vivir en una sociedad de hombres y mujeres libres que no escoja la servidumbre? Finalmente, tenemos que sopesar si el burka no contribuye a la formación en el seno de nuestra sociedad de un poder que rivalizará con el Estado democrático en la potestad de dictar leyes y castigos.

Si consideramos que el burka no es mera moda ni folklore, sino la bandera de un fanatismo perverso, si aceptamos que debemos perseguirlo, puesto que pretende destruir nuestro modelo de sociedad, si creemos que la libertad no puede convivir con la esclavitud y que la mera existencia de siervos – por muy dichosos que se sientan en su condición – supone una amenaza directa a la libertad de los demás, si juzgamos que no existe algo así como un “derecho a la esclavitud”, si, por último, entendemos que el burka hace visible la incipiente constitución en nuestra sociedad de una legitimidad alternativa, comprenderemos que no podemos ser neutrales ante el mismo.

Deberemos, por tanto, combatirlo. Primero por medio de la educación y dando oportunidades reales a las mujeres que lo llevan para librarse de esa mortaja. Pero si esas medidas no bastan, porque el castigo con que pueden amenazarlas es infinitamente mayor que el beneficio de abandonarlo, tendremos que estar dispuestos a utilizar otros medios. Y esto incluye la total prohibición. Cualquier medida que tomemos, además, deberá ponerse en marcha cuando el problema es todavía pequeño y está poco extendido, no cuando se haya asentado como una costumbre entre nosotros y nos hayamos habituado a mirar para otro lado.

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