«¡No llevo a Bin Laden oculto en la espalda!», se indigna Kenza Drider. Esta mujer de origen marroquí ha roto la discreción mantenida hasta ahora por la mayoría de las 2.000 musulmanas que llevan el velo integral en Francia con la esperanza de que esa actitud favorecería un dictamen tolerante con el burka. Drider, de 30 años, lleva desde hace 10 el niqab, la prenda que solo deja los ojos al descubierto, y no piensa descubrirse el rostro en el autobús por más que lo exija la ley. «¡Jamás!», desafía.
Según Kenza, hasta junio pasado, cuando se lanzó el debate sobre la prohibición del burka, no había problemas. Ahora las cosas han cambiado: «Las miradas se tiñen de odio, oigo comentarios islamófobos». A su juicio, «es como si el Estado hubiera autorizado a estas personas a insultarnos». Cuando se le menciona la dignidad de la mujer esgrimida por los políticos pone el grito en el cielo. «¿Y las mujeres a las que se obliga a prostituirse? ¡Son ellas las que necesitan ayuda!».
Aya, una francesa de 22 años convertida al islam, reivindica su niqab: «Es mi elección, mi libertad, en ningún caso una prisión». «Es ridículo quitarse el velo en el autobús», avisa. «Muchas mujeres bajarán e irán caminando».