Migración ilegal y resto nuclear

ABC, VALENTÍ PUIG, 26-01-2010

URNA o «share», sociedad o audiencia, opinión o mimetismo: contraposiciones tan resbaladizas confunden la democracia representativa con el régimen de opinión pública. A estas alturas, los encuestadores redefinen los hemiciclos. Los símbolos y gestos de lo que antes fuera confrontación de ideas articuladas se reducen a un porcentaje tabulado. Muy al contrario, cuanto más compleja es una sociedad, mejores debieran ser sus sistemas estabilizadores, sobre todo para que la opinión pública no caiga en bandazos improductivos y evite estampidas o estados de pánico. Lo que para una canoa de río basta que consista en una pértiga y dos flotadores, para un buque trasatlántico es toda una asignatura de ingeniería naval. Las democracias disponían de pesos y contrapesos.

En el sistema de opinión pública española, el asunto de los cementerios nucleares o el empadronamiento de inmigrantes ilegales está demostrando hasta qué punto los sistemas de estabilización no actúan con eficiencia. Dicho de otro modo: puesto que los mensajes racionales no llegan a su destinatario más amplio y la opinión reacciona de forma visceral o anecdótica podemos inferir que es una opinión pública escasamente sedimentada, precariamente argumentada.

Claro que en materia de opinión pública hay tesis de todo signo. La menos vigente, al parecer, es la que consiste en vincularla a la racionalidad de las personas, a la conversación en la plaza pública. Hoy los mensajes se formulan para que calen en la opinión de masas o, más directamente, no se emiten mensajes: sólo balbuceos, en previsión de lo que el partido opuesto dirá, de acuerdo con lo políticamente correcto, según el menú.

Otro efecto deformante es el secuestro de la argumentación racional y razonable por la dialéctica a corto plazo de los partidos. Ha ocurrido con la inmigración ilegal en Vic y el cementerio nuclear en Yebra. Esos debates particularizados y en mucha medida desfigurados luego se trasladan: de Yebra a Ascó; de Vic a Torrejón, y sucesivamente. Adquieren una dimensión mayor, pero no más, sino menos claridad, confirmando la suposición de que los árboles no dejan ver el bosque. Eso es: ¿cuál es la menos mala de las estrategias energéticas para un país tan dependiente del suministro exterior? ¿En qué modo el inmigrante ilegal puede ser partícipe de alguna legalidad?

Tiene fundamento preguntarse por la racionalidad escasa de esas estampidas político – mediáticas, aunque lo más práctico sería entender que son las propias sociedades las que prefieren que sea así. De lo contrario, ¿cómo se explica que teniendo un tan gran margen temporal previo se haya preferido no debatir la inmigración o los pros y contras de la energía nuclear? Y no es que haya una mano oculta que impida la racionalidad. Sencillamente, preferimos evitarla mirando para otro lado. Es el «modus operandi» colectivo que hemos escogido. Y les permite a los partidos políticos no ser rigurosos ni hacer propuestas coherentes. Actúan y proponen al rebufo de los flujos de opinión. Se pegan a los comportamientos de la sociedad que consideren mayoritarios. Legislan según lo reclama la opinión de ayer, sin pensar en pasado mañana.

Por definición, la democracia demoscópica es inestable porque se somete a posicionamientos instantáneos y fragmentarios. En Yebra no y en Ascó tal vez; hoy no y mañana sí. Pero, a pesar de tanto caudal verbal y ambivalente, las cosas siguen siendo así: España necesita una estrategia energética y también convendría saber con qué legalidad hay que tratar a los inmigrantes ilegales.

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