Mariatu Kamara, víctima de los rebeldes en Sierra Leona a los 12 años

"Mi historia es una más de las miles de Sierra Leona"

Tengo 23 años. Nací en un pequeño poblado de Sierra Leona y vivo en Toronto (Canadá) con mi familia adoptiva. Tuve un hijo a los 12 años que murió. No fui al colegio, pero hoy he podido licenciarme en Trabajo Social. No tengo ideas políticas. Creo en Dios

La Vanguardia, , 29-12-2009

IMA SANCHÍS
Ha vuelto a soñar con aceite de palma?

Sí. “Siempre que sueñes con aceite de palma – me dijo mi abuela hechicera-habrá derramamiento de sangre”. Cansados de dormir en el bosque por la amenaza de los rebeldes, casi todos los habitantes del poblado nos trasladamos a Manarma, un lugar más poblado donde parecía que estaríamos más seguros.

¿Y qué pasó?

Una noche soñé que caía en un gran hoyo lleno de aceite de palma. A la mañana siguiente mi tío me envió junto a mis tres primos a nuestro poblado a buscar algo de comida de la despensa. “Si voy, algo malo me sucederá”, le dije.

¿Y sucedió?

Nos cogieron los rebeldes. Me hicieron presenciar varios asesinatos y luego me cortaron las manos. Primero una y luego la otra: Los nervios la mantuvieron viva unos segundos y saltó de un lado al otro como una trucha. “Ahora ya no podrás votar – me dijeron aquellos niños-.Ve y dile al presidente que te dé unas manos nuevas”. Recuerdo que me pregunté: “Qué es un presidente?”.

Consiguió llegar a Freetown.

Sí, y allí me enteré de que estaba embarazada, y yo lo único que había oído es que los bebés salían del ombligo. Luego supe que el niño era de Salieu, un hombre mayor con el que mi tío me quería casar. Un día que estaba sola en casa me violó. Tenía 12 años. Estaba desesperada, intenté suicidarme.

¿Por qué?

No tenía futuro y odiaba al bebé que llevaba dentro, me recordaba a él. Una noche soñé que Salieu, al que vi morir a manos de los rebeldes, se sentaba en mi cama y me decía: “Yo te guiaré”. Yo le respondí que lo odiaba, que no tenía manos y que en mi vientre crecía un niño al que no podría cuidar.

¿Qué fue de usted?

En el hospital recuperé a mis primos, también sin manos. Nos trasladaron a un campamento de mutilados que olía a basura y suciedad. Allí éramos más de cuatrocientos los que no teníamos manos. Mis primos y yo nos dedicábamos a mendigar, con eso pagábamos la ropa y la comida. Los días que no nos daban nada, no comíamos nada.

¿Tuvo a su hijo?

Sí, Abdul, pero a los diez meses se le hinchó el vientre como si tuviera un pequeño bebé dentro. Murió, y yo me sentí muy culpable. Lloré durante medio día hasta que me dormí, y entonces volví a soñar con Salieu.

¿Qué le dijo esta vez?

“No ha sido culpa tuya. Eras demasiado joven. Siento el dolor que te he causado. Abdul está aquí conmigo”. Yo lo vi, entre sus brazos, tenía el mismo aspecto que antes de la enfermedad.

¿Cómo llegó a Canadá?

Vinieron unos periodistas y el jefe del campamento me dijo que si quería que me entrevistaran. Yo, entonces, no sabía lo que era un periodista, pero les conté mi historia porque me dijeron que el mundo debía saber lo que nos había sucedido.

¿Y alguien quiso ayudarla?

Sí, un hombre llamado Bill, que leyó uno de los artículos, llamó al campamento preguntando por mí y me dijo que me enviaría ropa y comida.

¿Qué hizo usted?

Arrodillarme y darle las gracias a Alá. Entonces ocurrió otra cosa: otro hombre, David, se ofreció a llevarme a Londres para que me pusieran unas manos ortopédicas, pero yo no sabía lo que era eso.

¿Le gustó Londres?

Me acompañó una trabajadora social, pero en Londres me sentí sola y no hubo modo de que esas manos de metal hicieran lo que yo quería. Recuerdo que me impactó ver a un chico joven en el metro pidiendo limosna, e insistí en darle lo que tuviéramos, era como yo en el campo de mutilados.

Se fue de Londres sin manos.

Sí, les demostré que podía atarme los cordones de las bambas, subirme la cremallera de la chaqueta, abrir tapones de botella con los brazos y los dientes; y cocinar. Podía hacer más cosas sin ellas que con ellas.

Y luego Bill la invitó a vivir con su familia en Canadá.

Sí, pero acabé viviendo en casa de una pareja de Sierra Leona que cuando comenzó el conflicto se llevó a Toronto a muchos miembros de su familia y acogía y ayudaba a todo el que llegara.

¿Qué piensa de su propia historia?

Mi historia es una más de las miles de Sierra Leona, el país que ocupa el índice de desarrollo humano más bajo del planeta.

Ahora tiene una fundación.

Sí, que busca proporcionar un refugio para mujeres maltratadas y niños.

¿Ha vuelto a ver a su familia?

He ido un par de veces, y me gusta verlos. Todos se han quedado allí, yo he sido la única afortunada.

¿Qué es lo que más valora de su vida?

Haber podido tener educación. Hasta los 16 años, hasta que llegué a Toronto, no sabía ni leer ni escribir. Ahora estudio y trabajo con Unicef recogiendo fondos, contando mi historia y mi vida durante el conflicto.

¿Guarda rencor?

A veces sí, pero debo aceptar mi vida tal como ha sido. En Sierra Leona me he cruzado con muchos niños soldados, pero soy consciente de que los únicos responsables son los adultos, los que les obligaron a hacer aquellas atrocidades.

La otra Mariatu

Vivía en una extensa familia, con la hermana de su padre y su marido. “Entre los niños de las zonas rurales de Sierra Leona es corriente ser criados por parientes”. Ningún niño de su aldea iba al colegio. Sufrió la ablación de clítoris (“en Occidente es muy criticada, pero allí las niñas que no pasan por ella son marginadas”), la violó el hombre al que iban a darla en matrimonio. Luego los rebeldes le cortaron las manos. En el conmovedor libro que sobre su vida ha escrito Susan McClelland, El largo viaje de Mariatu Kamara,publicado por Intermón Oxfam, Mariatu es una niña inocente, llena de encanto. Hoy se ha convertido en una mujer algo despectiva que rememora de mala gana su pasado.

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