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Identidad y odio a lo desconocido

La Voz de Galicia, 22-12-2009

Nicolás Sarkozy ha hecho mucho más que abrir la caja de los truenos con su debate sobre la identidad nacional. Ha puesto el dedo en la llaga sobre uno de los temas que menos gusta tratar, no solo en Francia sino en todo el ámbito occidental: el racismo subyacente en nuestro yo colectivo. Un racismo que, con el proceso de globalización, el rápido intercambio cultural y las nuevas tecnologías de la comunicación, ha evolucionado desde un concepto meramente étnico a uno religioso.

Uno no elige en donde nace ni a la familia a la que pertenece. Somos lo que somos por nosotros mismos, pero también por las influencias que recibimos en nuestra infancia y en nuestro entorno familiar. Cuando más plural y abierta es nuestra educación, mayor es nuestra percepción del mundo pero, sobre todo, más proclives somos a la tolerancia y al respeto al otro.

Uno de los grandes retos del siglo XXI, además de erradicar la pobreza y el hambre en el mundo con una justa redistribución de la riqueza que contribuya además a reequilibrar los ecosistemas y proteger a la tan agredida madre naturaleza, es el de aceptar, respetar y aprender del que es diferente.

Es la ignorancia que deriva de la pobreza y la injusticia social lo que lleva al enfrentamiento violento e irracional, lo que fomenta grupos terroristas como Al Qaida del Magreb Islámico, que ha secuestrado a los cooperantes catalanes en Mauritania, o a los neonazis que apalean a gente de color en cualquier calle de España.

¿Quién ha comenzado esta guerra? ¿Acaso los occidentales con su visión colonialista? ¿Tal vez algunos musulmanes fanáticos que sueñan con la instauración de un califato mundial?

Cristianos y musulmanes somos mucho más parecidos de lo que creemos, no solo por el hecho de que nacemos, vivimos, amamos y morimos de igual manera, sino porque nuestra inseguridad y nuestro desconocimiento nos empuja a rechazar al otro, a odiarlo y, como consecuencia de ello, a intentar dominarlo. Mientras no comprendamos que no podemos compartimentar el mundo con muros como el de Berlín o Palestina y que la religión debe reservarse a la esfera privada, lo único que conseguiremos es lanzar granadas de odio que rebotan sobre nuestros tejados con una potencia multiplicada.

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