El mejor periodismo se hace desde siempre en la calle. Una buena foto y un texto que deje hablar a los protagonistas del reportaje. Nada más y nada menos. La Voz publicó el domingo un trabajo sobre el terreno en un piso de inmigrantes, en un centro de atención primaria para necesitados, en un centro de día para excluidos y en un ropero. La lectura de estas vidas trituradas por la crisis deja temblando. Hay otro mundo más allá de las vinotecas del centro de la ciudad que están llenas todas las noches. La depresión económica ha puesto al límite la capacidad de ayuda de Cáritas, que trata de multiplicarse para que no le falte la leche a un bebé o unas gafas al que sin ellas no puede ni salir a la calle. La inmigración ha sufrido más que nadie el temporal de la falta de empleo. Padres que se trajeron a sus hijos desde América, porque aquí no les iba a faltar de nada. Y ahora resulta que tienen problemas hasta para ponerles un plato de comida delante. Una cola de más de treinta personas a las nueve de la mañana a la puerta del ropero para conseguir prendas de vestir. La de niños es la más solicitada. Así es la radiografía real de esta enfermedad de la crisis, donde nadie sabe qué significa eso de los brotes verdes. Donde el único lenguaje que se entiende es el de la solidaridad. Menos mal que aún queda gente que dedica su vida a ayudar a los demás y no solo a mirar cómo le engorda el ombligo.