Violencia étnica en China

La Vanguardia, , 09-07-2009

VEINTE años después de la masacre de Tiananmen y dieciséis meses después del estallido de violencia y represión en Tíbet, todas las miradas vuelven a dirigirse a China. Esta vez, el escenario es Xinjiang, la principal región musulmana del país, situada junto a Pakistán y Afganistán y con reservas de gas y petróleo. Es un conflicto que nada tiene que ver con las ansias de libertad de los jóvenes estudiantes en Pekín o las raíces históricas de Tíbet, pero la preocupación desde Occidente vuelve a ser la misma, la vulneración de los derechos humanos en el gigante demográfico de Asia. Y, de nuevo, la impotencia de la comunidad internacional a la hora de intervenir en los “asuntos internos” de la que está llamada a convertirse en la gran potencia económica del planeta.

Las primeras cifras, con 150 muertos y 1.400 detenidos, indican la gravedad de la violencia desatada entre la comunidad originaria de la región, los uigures, y los han, la etnia mayoritaria en el conjunto de China. El propio presidente Hu Jintao ha decidido abandonar la reunión del G-8 en Italia y regresar a su país ante las dimensiones del conflicto. Las autoridades chinas saben que Xinjiang es un polvorín, porque lo que está en juego es la convivencia entre etnias, un frágil equilibrio en amplias regiones de China.

Xinjiang ejemplifica una estrategia demográfica del poder en China. Los uigures se han convertido en minoría en su propia región, con poco más de ocho millones de habitantes sobre un total de veinte. La política de migraciones internas ha hecho que la hegemónica etnia han sea también aquí mayoritaria. Esa expansión étnica está considerada por numerosos analistas una expresión más del nacionalismo chino, claramente identificado con los han. Pero las claves del conflicto no se miden tanto en cifras demográficas como en la dimensión religiosa y cultural. Los uigures son musulmanes con profundas raíces culturales y creen que su identidad corre el riesgo de diluirse entre la mayoría han. También piensan que se están empobreciendo frente al empuje económico de los chinos llegados de todo el país. Pekín argumenta que sus políticas llevan el progreso a Xinjiang, pero sus habitantes piensan que pagan un precio excesivo. Así, en los últimos años, los uigures han incubado un fuerte resentimiento, que una chispa, la muerte de dos jóvenes de su comunidad, ha encendido en forma de violencia interétnica.

Y cuando se desata el odio es muy difícil atribuir razones. La historia está llena de ejemplos dramáticos en los que, de repente, vecinos que habían convivido en paz durante decenios se encuentran alineados en bandos enfrentados. La preocupación añadida es el temor a que el ejército chino no actúe como fuerza de interposición sino como instrumento represivo contra la minoría. El precedente de Tíbet alimenta esos augurios y obliga a la comunidad internacional a extremar la vigilancia. Más, cuando las autoridades ya hablan de posibles ejecuciones de los líderes de la revuelta.

El ministro de Exteriores español, Miguel Ángel Moratinos,ha pedido una solución “política, dialogada y pacífica”. China tiene la responsabilidad de mostrarse al mundo como el país moderno y avanzado de los Juegos Olímpicos o la potencia que no duda en aplastar toda disidencia. Esta vez son las reivindicaciones de la minoría uigur. Antes fue Tiananmen o los tibetanos, pero el dilema es el mismo: cómo salvaguardar los derechos humanos en la inmensidad de China.

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