En 1988, España era blancucha y aburrida. En la capital del Estado, la movida removía las juergas de la rígida sociedad biempensante, pero en la calle los paseantes eran de una uniformidad constante que mantenía alejada la sorpresa. Veinte años después, la reserva espiritual de Occidente mantiene las puertas abiertas y ventiladas. Ayer lo demostraba La Voz, con un minimosaico de fotografías extraídas de un trabajo realizado por el Instituto Cervantes en el que se retrata a la nueva familia española. La institución que durante años apuntaló a una sociedad inmovilista y con tendencia a la rigidez, la corporación humana que lo mismo actúa de bálsamo vital que de cicuta, ha cambiado en dos décadas a la misma velocidad que se limpiaban las últimas telarañas de la dictadura.

Los colegios son hoy el mejor laboratorio de esa metamorfosis. Y la constatación de que la gente avanza más rápido que las instituciones. En las aulas de primaria, la inmigración y las adopciones internacionales han introducido el color y convencido a los cativos de que hay otros mundos aunque estén en este. Un rapaz de ocho años sabe mejor que sus padres que además de grelos hay otras especialidades culinarias que merecen ser probadas y que los límites de la razón no rematan donde empieza el océano. Intuye que además del acento de Coia existen cadencias melosas alumbradas en el sur del mundo capaces de invitarte a cruzar el mar para averiguar dónde se engendraron esos ritmos. Con el paro mordisqueando la nuca de muchas familias, algunos han empezado a considerar este aporte vital y cultural como un problema. Y otros de los que, extrañamente, habían elegido este lugar del mundo para empezar de nuevo iniciaron el camino de vuelta intoxicados por el aliento frío y húmedo de la crisis. Una pena. Porque, gracias a ellos, este país era hoy mejor que hace dos décadas. Y sobre todo porque, gracias a ellos, íbamos a ser mejores en el futuro.