JORGE URDÁNOZ

Hospitalidad, desobediencia y nacionalismo

Diario de Navarra,   PDF, 06-05-2009

H ACE años fui testigo de algo ilegal en las oficinas de una parroquia de Pamplona. Las dos personas que allí trabajaban entablaron estando yo presente el siguiente diálogo. “Parece que les han llegado otras cuatro personas – le decía, teléfono en mano, uno de ellos al otro – y preguntan si nos podríamos hacer cargo”. “Que vengan”, fue la respuesta inmediata. “Pero es que han entrado clandestinamente. No son legales”. “Eso no importa.
Que vengan e intentaremos ayudarles”. Recordé de inmediato la cita de Stuart Mill: “Las leyes nunca mejorarían si no hubiese personas de sentimientos morales más altos que las leyes mismas”.

Escenas muy similares se repiten todos los días en nuestro país. Miles de personas y cientos de asociaciones, religiosas o no, se vuelcan en ayudar a los inmigrantes que llegan a nuestro país en busca de un mundo mejor para ellos y sus familias. Esas personas y asociaciones forman parte, sin duda, de los mejores de entre nuestra sociedad. Socorren al necesitado y no piden nada a cambio. E, inexplicablemente, la nueva Ley de Extranjería que prepara el gobierno pretende criminalizarlas. Eso es, en efecto, lo que supondría que se sancionara como falta muy grave, tal y como de momento recoge el anteproyecto de la misma, “a quien promueva la permanencia irregular en España de un extranjero”. Las multas impuestas irían de 501 a 30.000 euros.

Lo que probablemente persigue el anteproyecto es dificultar la vida a las mafias que explotan la pesadilla en la que los inmigrantes se hallan atrapados. Pero, con su desgraciada redacción, lo que la ley va a conseguir es colocar también en la picota a los que, en el otro extremo del eje moral, se dedican a ayudar a los inmigrantes a cambio de nada. Criminalizar la solidaridad. Existe ya un movimiento recogiendo firmas para modificar la ley. Su manifiesto, disponible en Internet, lleva por título Salvemos la Hospitalidad, y a él pueden adherirse tanto individuos como asociaciones (y desde aquí les animo a hacerlo). Persiguen que se modifique la ley de modo que recoja que tan sólo en el caso de que exista ánimo de lucro de por medio pueda penalizarse la colaboración.

Tal y como el manifiesto recoge, la hospitalidad es un deber ético que todas las culturas reconocen y que algunas han elevado a seña de identidad. El manifiesto la apuntala citando el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos (.) tienen el deber de comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Los que, con fe o sin ella, prefieran una versión infinitamente más bella y cautivadora del precepto pueden acudir al evangelio de Mateo, que narra un pasaje tan hermoso desde un punto de vista moral que siempre emociona recordar: “porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui extranjero, y me recibisteis”.

En principios así late lo mejor de la humanidad. Y, si algo nos enseña la historia, es que los progresos morales que se han logrado hasta la fecha han sido obtenidos siempre a golpe de desobediencia. La cita de Stuart Mill que he recogido antes se encuentra en su obra La Esclavitud Femenina. Mill fue un pionero en defender la igualdad de la mujer en una época, finales del siglo XIX, en la que todavía se consideraba que la mujer no era un ser completo, que tenía el cerebro más pequeño que los hombres o que era incapaz de manejar bienes propios. Él fue un adelantado, pero pronto las sufragistas consiguieron lo que entonces parecía imposible, la igualdad política y civil entre ambos sexos. Y lo hicieron desobedeciendo, por supuesto. Como tuvieron que desobedecer y luchar los obreros, los negros o los homosexuales. Si el mundo es injusto, entonces también lo es la ley que lo rige. Por eso lo legítimo choca tan a menudo con lo legal, y por eso los desobedientes han marcado siempre la ruta a seguir.

Si hay hoy entre nosotros una cuestión que nos enfrenta a la injusticia y que nos impele a desobedecer es sin duda la del nacionalismo. No la del nacionalismo como programa político, sino la del nacionalismo como realidad social instalada entre nosotros de un modo tan natural que no la percibimos. Porque la división nacionales/extranjeros, con sus correspondientes y diferenciados derechos, aunque nos parezca hoy tan obvia como lo eran hace dos siglos las de blanco/negro u hombre/mujer, es tan artificial, tan interesada y – esperemos – tan caduca como aquellas. Algunos actúan ya como si esa distinción fuera un obstáculo más a superar en el camino del progreso moral, y siguen el único camino que la ley les permite: desobedecen. Como siempre, ellos marcan la pauta.

Hubo algo hermoso en el movimiento de la insumisión, del que hoy – desapercibidamente – se cumplen veinte años.

Jorge Urdánoz Ganuza es doctor en filosofía, Visiting Scholar en la Universidad de Nueva York

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