“Bomba” en potencia

La periodista relata la situación que vivió en su periplo; se le consideró potencial portadora del virus y, por tal motivo, fue víctima de expresiones de discriminación

El Universal, 05-05-2009

 

 hilda.garcia@eluniversal.com.mx

No habían pasado aún 48 horas desde que se había declarado la alerta sanitaria en México cuando salía, vía Miami, hacia San Pedro Sula.

Consulté a la aeromoza antes de partir si no habría ningún problema si viajaba y su respuesta sin cubrebocas de por medio fue: “No nos han indicado nada, a menos de que tuvieras alguna sintomatología”. Eso fue la autoridad aérea; los viajeros tenían otro sentir.

Sentada espero para abordar. A un lado, un señor me dice: “Es terrible lo que pasa en México, pero las medidas tomadas por el gobierno son buenas”. Casi monosilábica le respondo: “Sí. Creo que sí”. Insiste en conversar y me pregunta: “¿De dónde sos vos?”. “De México”, contesto con orgullo, aunque con voz baja. Sin embargo, no fue suficiente mi discreción.

Tres señoras sentadas detrás de mí voltearon y una se puso de pie. Quien había iniciado la conversación volteó a verlas y, moviendo el brazo con ademán de calma, me indica: “No lo digas fuerte. Creo que la gente está temerosa con lo que dicen los periódicos”. Sonreí y dije: “Tiene razón, voy al baño”.

Sabía que mientras me paraba hablarían de la mexicana que subiría al avión y el peligro o no que representaba. Regresé y abordamos. Me senté al lado del pasillo y en el asiento contiguo no había nadie. Sólo sonreía detrás del paliacate que me puse. La historia comenzaba.

Dos horas después llegamos a San Pedro Sula. Antes de llegar a migración había dos grandes filas. Al frente, cinco médicos con cubrebocas hacían un cuestionario a cada pasajero.

Delante de mí un señor bromeaba: “Yo no tengo más mal que el de amores”. Mi sonrisa detrás del paliacate no expresaba más. Detrás de mí, una señora le decía a su hija: “Qué bueno que nos hagan estas pruebas, así si tenemos algo, de una vez nos dice, no nos vaya a dar eso que tienen los mexicanos. Qué feo ha de ser vivir allá”, continuaba.

Yo seguía muda. Y debo reconocer que dentro de mí había el sentimiento encontrado de considerarme una bomba bacteriológica ante los demás, a la vez que bromeaba conmigo misma al pensar que pasaría si soltaba un fuerte estornudo y mostraba el pasaporte.

“Su nombre… Hilda García… Nacionalidad… Mexicana”. Los ojos de la doctora se agrandaron, pero siguió.

“¿Siente los ojos irritados? Sí. ¿Tiene fiebre? No. ¿Le duele la garganta? No. ¿Se siente cansada? Sí. Por el viaje. ¿Tiene tos o estornuda? No. ¿Me puede dar un teléfono donde la pueda localizar en caso de tener que dar un seguimiento?

Doy los datos. Y a cambio me da un folleto de cuidado contra la influenza donde no menciona ni la palabra porcina, ni la palabra México. Eso me tranquilizó. Gracias, le dije, y avancé. Ahí el cuadro me hizo entrar en una película de ciencia ficción.

Cada uno de los oficiales migratorios, los jefes aduanales y hasta los maleteros, portaban sus cubrebocas. Uno de los maleteros me dice sudando: “Soy asmático y traer esto me pone mal. Me lo voy a quitar”. De mi parte, sólo recibió un: “Hará bien”. Me sentía extraña.

Tomé el taxi hacia al hotel. El orgullo futbolero fue mayor que la idea de ser contagiado por un virus, así que el taxista me recordó cómo México había sido derrotado por su selección 3 a 1.

Consideré que era mejor aguantar esa situación hasta llegar al hotel. Me vi los ojos en el espejo. Los tenía irritados, pero no tosía, no estornudaba, no sentía calentura, ni dolor. Así que me dormí y al día siguiente me fui al seminario.

Todos fueron educados. Mostraban sonrisas aunque no todos saludaron de mano.

Seguimos con el taller. Yo procuraba no dar manos, pero hice hincapié en la situación y varios ejemplos que puse tenían que ver con dimensionar el caso. A las 3 de la tarde, todo cambió.

Estaba terminando el seminario cuando tres médicos vestidos como en quirófano se me acercaron. Me sentí invadida.

—¿Te acuerdas de mí?— señala la doctora que me había entrevistado.

—Sí, claro —respondo.

—Como tienes dos síntomas de la influenza tenemos que hacerte un seguimiento.

—Está bien. ¿En qué consiste?

—Pues tendremos que tomarte muestras de la nariz y la garganta ahora mismo.

—Ah, pues ahora que termine el seminario.

—No, ahora. Se va el avión a Tegucigalpa y debemos mandar la muestra cuanto antes.

—Pero… Bueno, es que tengo que contestar a una entrevista y estoy haciendo unas cosas.

—Lo sentimos. Es ahora.

El taller se suspendió un poco antes y me quedé ahí en el aula con la doctora, quien me agradeció que me hiciera la prueba con tan buena actitud (¿había de otra?) y que no era la misma de los demás.

—¿Cuántos más? — pregunté.

—Muchos; si me llamas después te doy los datos.

Me hizo la prueba, me dejó sus datos y me pidió que notificara dónde estaría para ser localizada. Acordamos que en dos días me daba resultados. Si era negativo, para que saliera del país y, si no, para quedarme en cuarentena en Honduras.

Al día siguiente continué el taller. A la mitad del día entró un fotógrafo a tomarme una imagen para el récord, entró con cubrebocas.

Cuando él salió, unos de sus compañeros trataron de disculparlo diciendo que venía del hospital y otros que era muy bromista. Traté de tomarlo como broma, pero en ningún momento el fotógrafo sonrió.

Al tercer día no me ubicaron como sospechosa y bajo esa premisa viajé en auto hacia Tegucigalpa. Una vez llegando a la capital hondureña mostré mis documentos. Quien atendía sólo me vio la cara, me dio la bienvenida y llamó al botones. Un hombre de 50 años lleno de cordialidad que al escuchar que venía de México me dijo: “Seguro que pronto pasa a la historia lo que vive su país. O bueno.. ya varios países, así que disfrute su estancia”.

En el seminario bromeamos sobre el tema. Y unos se despedían como Genaro Moreno, sólo moviendo la mano. Pero hubo otros que se acercaron a decirme “muy buena ponencia. Felicidades”, y me daban la mano. Aún había división sobre qué hacer ante una mexicana que migraba con posible influenza.

Dos días más pasaron en Tegucigalpa, antes de encontrar un vuelo. Desde el miércoles cambié todas las fórmulas, pero el sistema no los autorizaba. “Será mejor que lo haga en el aeropuerto”, me indicaron. Llegué al aeropuerto y, por enésima ocasión, cambié el vuelo. El mismo viernes llegaría a México haciendo escala en Miami.

Un grupo de periodistas me pidió ser entrevistada. Acepté y el tema fue la cuestión racista contra los mexicanos. Hicieron hasta un video de mí poniéndome cubrebocas y explicando que se llama influenza A y no porcina, ni mexicana.

Llegué a Miami… pasé migración, aduanas y, cuando entrego mis maletas para la conexión, me indican que no hay vuelo. “Nadie está yendo a México”, fue la respuesta de la persona que me atendió mientras se frotaba las manos con desinfectante. Me atendieron bien, pero yo quería llegar a México y por eso había hecho cambios y pagado la cuota.

En la noche, antes de partir, cené con una querida amiga. Le conté mi periplo. Ella insistía en el temor de un virus que no se ve y que no acepta que nadie estornude frente a ella.

Compartimos el desinfectante y la cena en el restaurante, incluso nos fuimos a la farmacia a buscar un poco más de “sanatizer”, el cual estaba agotado en los anaqueles de tres farmacias que visitamos. Me regresó al hotel y cuando me voy a despedir, me dijo: “No. No nos podemos despedir ni de mano, ni de beso, ni dar un abrazo. Mientras cenamos estornudaste y no sé si le creas a los laboratorios de Honduras, pero más vale cuidarse”.

Mi sorpresa fue demasiada y la respeto. Sólo que después de todo, quizá lo único que quería era sentir un abrazo.

Al día siguiente viajamos 18 personas en un avión con capacidad para 200 personas. Viajamos viendo la película, leyendo y contando nuestras experiencias. Todos habían sido vistos como bombas bacteriológicas.

Llegamos a un aeropuerto vacío, casi fantasmal. Al despedirnos ocurrió algo que no esperaba. Nos dejamos de cuidar contra la influenza y varios nos dimos un abrazo.

 

 



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