"Cuelga el zurriago donde la mujer pueda verlo"

Deia, Fabricio De Potestad Menéndez, 23-03-2009

A empellones de la convulsa actualidad, últimamente se ha escrito y hablado mucho sobre las mujeres como víctimas o rehenes de determinadas culturas de acusada virulencia patriarcal, que como consecuencia viven desposeídas de sus derechos más elementales. La llegada masiva a nuestro país de mujeres procedentes mayormente de culturas islámicas pone de relieve, cada vez de forma más inquietante, el choque entre ambas civilizaciones. Es indiscutible que existe en algunos países musulmanes una efectiva discriminación en contra de las mujeres que llega a ser incluso abrumadora en determinadas latitudes, pues no en vano se puede leer en el Corán que “los hombres son superiores a las mujeres a causa de las cualidades por medio de las cuales Dios ha elevado a éstos por encima de aquellas”. Sin embargo, esa confiscación de derechos humanos nos queda políticamente algo lejana e inabordable. Ahora bien, una sociedad como la nuestra que, aunque conserva ciertos estereotipos machistas, tiende decididamente hacia un concepto de humanidad que trasciende el género y se basa ética y jurídicamente en la más estricta igualdad entre personas, sea cual sea su sexo, no debe ni puede tolerar actitudes discriminatorias como las que se esconden tras el uso cultural o religiosamente obligado del velo, indumentarias como el burka que ya ha llegado a Alcobendas o el esmerado y sexista cuidado de niñas a las que se prepara para el matrimonio forzado y convenido, hecho este último que se da, sin ir más lejos, en familias de religión musulmana asentadas en Euskal Herria.

El choque entre civilizaciones como modelo causal del problema, a pesar de ser sugerente y en parte cierto, oculta otra causa mucho más profunda: el conflicto religioso que, inevitablemente, subyace al cultural. No se puede negar que durante toda la historia musulmana, judía o cristiana – esta última también asumió la misoginia contenida en el Antiguo Testamento – ha habido una exégesis rigorista y completamente cerrada del hecho religioso que ha legitimado una discriminación inadmisible en contra de las mujeres. No obstante no todas las religiones son iguales. Conviene, pues, matizar lo anteriormente afirmado. Aunque tengan evidentes elementos comunes, fruto de una larga tradición cultural en parte compartida, hay una diferencia importante del Cristianismo frente al Islam y al Judaísmo, pues ambas son religiones que suponen – además de un corpus de creencias religiosas, de ritos y preceptos – una forma de civilización y de organización social. La religión tiene en ellas la función de organizar todos los aspectos de la vida: la política, la economía, la cultura y la vida familiar, por lo que su influencia sexista es mucho más operativa, aunque hay que admitir también que el mundo judío ha sabido mejor que el islámico adaptarse a las pautas del desarrollo social, económico y a las tendencias secularizadoras de la sociedad moderna.

Pero en realidad, no estamos ante un conflicto de religiones, sino ante la contienda entre la religión – pura arqueología filosófica – que supone un ciclo cultural anterior y en parte superado por la humanidad, y la sociedad laica, situada en una etapa científica y racional. Esto es, una lucha entre la edad de las tinieblas y las posmodernidad. En este contexto de conflicto permanente entre lo temporal y lo sacro hay que situar el fenómeno de la sociedad patriarcal, cuyo origen se remonta a la tradición semítica contenida en el Génesis, que consideró a las mujeres inferiores a los hombres por castigo divino a causa del pecado original cometido por Eva. Pensamiento que se mantiene enquistado en Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Quevedo, Molière, Voltaire, Balzac, Jean Anouilh o Camilo José Cela.

Sin embargo, la revolución industrial, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la consolidación de los regímenes democráticos ha cambiado radicalmente las condiciones de vida e igualdad entre hombres y mujeres en una parte importante del mundo, en el que la religión ha quedado relegada al ámbito de lo privado. El Islam, en cambio, ha tenido y tiene enormes dificultades para adaptarse a la democracia y a los valores de lo que conocemos como posmodernidad. Aún puede leerse en la sharia o ley musulmana que “el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un hombre”.

No puedo negar que me fascina la bulliciosa Estambul y sus numerosos minaretes llameantes como enormes cirios en torno al Cuerno de Oro o pasear por el dédalo de callejuelas anacrónicas y sin aceras del bazar Khan el Khalili de El Cairo, donde los efluvios de cilantro, sésamo, karkadé o cúrcuma componen una delicada sinfonía de olores voluptuosos, pero ello no impide que me indigne que el Corán permita la poligamia o azotar a las mujeres, hechos inconcebibles en el mundo Occidental.

Lo cierto es que intuyo que esta nueva invasión árabe no nos va a aportar mucho, como las anteriores, sino exotismo, mano de obra, algunas fortunas en Marbella, Kebba, Cuscús, Tajin, y los dátiles, pues los de Elche no son tan buenos, tan afrodisíacos ni tan bíblicos como los egipcios, pero bienvenida sea. En fin, uno – aunque no es xenófobo ni escribe artículos para denunciar nada ni a nadie, salvo a la derecha que según me han dicho es la obligación critica del pensador independiente – no puede soslayar sucesos propios de tradiciones culturales retrógradas y de sentencias aciagas atribuidas al Islam como “cuelga el zurriago donde la mujer pueda verlo”, pues en este país resultan rotundamente inadmisibles. Por lo tanto, desde el más escrupuloso respeto a las creencias de todos los seres humanos de buena voluntad, hay que concluir que si bien es necesario respetar las diferencias culturales y religiosas, es también inaceptable la permisividad, aunque sea menuda, hacia actitudes o comportamientos sexistas por muy arraigados que estén en la cultura de los inmigrantes, y más aun si estas conductas suponen un quebranto de las leyes con las que nos hemos dotado para garantizar la igualdad efectiva entre mujeres y hombres.

En fin, los beneficiados del santuario del machismo, ese gótico flamígero que no lo es, ese neoclasicismo desguazado y recargado de estupidez tendrá que renunciar al derecho de pernada a braga quitada – lus primae noctis – pues el principio de que el varón se acuesta con quien le apetece o con quien paga es falso de lesa falsedad. La fuerza y el dinero extasían dinero, follan dinero, paren dinero, pero nunca ha habido ni habrá suficiente peculio para sojuzgar a las mujeres que están hartas de tanto pastoreo y tanto costumbrismo viril y camastrón. Prefieren revelarse. Lo demás, la igualdad, ya se sabe, viene sola.

* Médico – Psiquiatra.

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