Nos hemos perdonado siempre muy a gusto nuestros pecados, como si siempre resultaran ajenos

El sustrato de la pobreza

La Razón, 14-03-2009

Hubo un tiempo en que España (con todas sus autonomías, las históricas y las de posterior diseño) era un país pobre. Lo había sido a comienzos del siglo pasado y después de una terrible guerra civil. Pero a principios del siglo XXI nadie puede entender que la octava o novena potencia económica (no industrial) del mundo se considere país pobre. A fines del siglo XIX se emigraba desde Galicia hasta Extremadura o Cataluña a las Américas, se «hacían las Américas»; es decir, se enriquecían unos pocos audaces con la pobreza de aquellas remotas regiones. Tras la guerra incivil y la subsiguiente mundial se emigró mucho a Europa (la reconstrucción alemana, Francia o Bélgica fueron países de acogida). Habíamos sido, siglos antes, cruce de culturas más o menos aceptadas, con más o menos inquisiciones y desdenes. Pero el paso de la Historia deja poso, un sustrato inconsciente. Ya no somos un país pobre y tampoco estamos aislados. Recibimos migraciones de diverso signo. Triunfó el cosmopolitismo que deseaban unos pocos intelectuales a fines del siglo XIX. Nos da la sensación de que nos invaden por todas partes. Y hasta las culturas se entienden globales, pese a que cada una defienda sus peculiaridades. Para ello se requieren medios, éstos se miden en euros y salen de los bolsillos de los contribuyentes. Mantener lenguas y culturas propias cuesta. Y, si son comunes, se entienden como autóctonas y exigen recursos paritarios.
De aquella pobreza ancestral, que ya se denunciaba en los siglos XVI y XVII, ha sobrevivido una fórmula que antes se calificó de «picaresca» y que hoy recibe (con las variantes de la modernidad) el nombre de corrupción. A nadie le extraña que quien pueda (no sólo políticos, sino financieros, industriales, pequeños comerciantes y hasta integrantes de la clase obrera) intente salvarse con maniobras poco éticas. Se aludió siempre a nuestra envidia connatural, pero habrá que añadir otros defectos sociales. No fue el puritanismo protestante y su rígida moral lo que nos caracterizó. Las sociedades modernas y sus complejas Administraciones, por controles que produzcan, permiten maniobras que se transforman en súbitos y poco legales enriquecimientos. Y esto no se reprocha socialmente ni se castiga con la pérdida del prestigio ni del voto. Aquellos financieros (por llamarles de algún modo) que se enriquecieron saltándose reglas, tras pasar por juicios, vagabundear por alguna cárcel y salir de ella al poco tiempo, retornan con renovado ímpetu a las páginas económicas de los periódicos o a las de sociedad y aparecen en programas televisivos, porque la tolerancia con la corrupción es aceptada. Resulta frecuente oír que quien no roba es porque no puede y en algunos países hispanos está mal visto no hacerlo, puesto que implica ineficacia. Aquel sustrato de la picaresca que aparecía en «Lazarillo de Tormes» se ha adaptado al mundo contemporáneo globalizado y nuestra perversa influencia llegó desde la literatura a las sociedades protestantes. La cultura del pelotazo, en cuya crisis nos hallamos instalados, procede de una ancestral pobreza. Arraigó y se desarrolla ahora porque derivamos a un medio pasar, desde una sociedad básicamente agrícola a la incultura global tecnológica. Nos hemos perdonado siempre muy a gusto nuestros pecados, como si siempre resultaran ajenos.

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