Cuarenta días a pan y agua

ABC, MAYTE ALCARAZ, 09-03-2009

El interlocutor de ABC vive ahora en un piso tutelado donde tiene garantizados, por lo menos, un techo y manutención. No obstante, de la peripecia vital de «Alí» (viaja de Ghana a Francia y de allí a Madrid, después a Valencia y, finalmente, de nuevo a Madrid) lo más conmovedor es su triste presente, marcado por los 40 días más atroces que recuerda. «Y eso que yo – su relato se abre paso por el empedrado de su acento africano – he dormido en la calle cuando ya no pude pagar los 250 euros que me costaba una habitación en Usera». Hasta entonces, trabajó en Getafe como manipulador de cartones; en Barajas, como limpiador y hasta participó en la construcción de las torres de La Castellana… Hasta el maldito momento en que terminó con sus huesos en el CIE. Allí, una abogada de oficio se encargó de él y, a su vez, se puso en contacto con los trabajadores sociales del Ayuntamiento cuya labor para la normalización en la vida de «Alí» cayó por la borda la tarde en que fue detenido.

Itziar Fernández, la educadora encargada del caso, junto a abogados y psicólogos, fue a visitarle a Aluche. El propio inmigrante le llama, a pesar de la juventud de Itziar, «mi madre, por lo que se preocupa de mí». Y tanto. La trabajadora social habla con rabia de la contradicción que supone que una Administración utilice recursos públicos para integrar a un inmigrante y cómo una medida de otro Gobierno puede dar al traste con años de trabajo.

El mismo dinero

Amaya Gil, responsable del departamento de inmigración del Ayuntamiento de Madrid, recuerda que la población subsahariana en la capital es de 14.654 personas y que, a pesar de la crisis, «el gobierno local no ha rebajado el presupuesto – 578.000 euros el último año – para los programas de ayuda y acogida. Tan sólo se ha disminuido el gasto en publicidad». Ahora, recuerda Cristina Albadalejo, coordinadora del programa de subsaharianos de CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado), que es la ONG que gestiona el centro, «Alí» tiene una orden de expulsión de siete años, por lo que va a ser francamente difícil que pueda encontrar trabajo y regularizar su situación. Y el afectado no quiere ni oír hablar de volver a su país. «Soy ingeniero y aquí me estoy formando en electricidad. He venido a trabajar aquí, no a robar.No volveré», concluye.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)