MIENTRAS algunos contemporáneos que, aunque lleven gafas, compiten con los linces en cuanto a visión, vislumbren a lo lejos un cambio de era, los inmigrantes no ven nada claro el futuro. El día de mañana, que es el único que se sabe en qué caerá, se les presenta oscurísimo. Los mismos que les acogieron con los brazos abiertos tienen ahora las manos en los bolsillos. Se acabaron los abrazos y la hospitalidad. En todas partes está pasando lo mismo, lo que prueba que la naturaleza humana difiere poco. En las refinerías británicas una ola de huelgas está a punto de hacer naufragar la contratación de extranjeros. Miles de manifestantes nativos están pidiendo a gritos que el Gobierno limite el uso de mano de obra extranjera. El paso siguiente será ponerles a los emigrantes un cartel que diga: «para usar y tirar».

Eso de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo puede que sea verdad, pero quizá no le debiéramos llamar caridad. Entendida como virtud cristiana, aunque su uso no esté vedado a los que creen en otras religiones verdaderas, la caridad se opone a la envidia y a la animadversión. Lo que pasa es que también se opone a nuestros instintos más primarios. ¿Quién es capaz de amar al prójimo como a él mismo? Es fácil amar a algunos prójimos – padres, hijos o vecinos de la derecha – más que a uno mismo, pero es imposible querer a los desconocidos con mayor intensidad de la que dedicamos a nosotros, que llevamos tanto tiempo tratándonos y soportándonos. De ahí lo inverosímil que resulta el propósito de ser un buen cristiano (se ruega no confundir con un buen católico). No me ha sido dado conocer a nadie que no prefiera que le toque a él el bonoloto que a ese señor que está esperando el semáforo.

«Los empleos británicos para los británicos». Y los de cada nación. La crisis desenmascara muchas actitudes hipócritas y nos vamos a quedar sin compañeros de trabajo foráneos. Los amigos vuelven a ser forajidos.