IÑAKI IRIARTE LÓPEZ

Cien lenguas

Diario de Navarra, IÑAKI IRIARTE LÓPEZ ES PROFESOR EN LA UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO, 01-02-2009

E L Observatorio Vasco de Inmigración ha publicado recientemente un informe sobre la diversidad idiomática en el País Vasco. Según él, en la actualidad y en razón de la población inmigrante, se hablan en Euskadi, por lo menos, cien lenguas diferentes. En Navarra, aunque con un número de inmigrantes bastante menor, no andaremos demasiado lejos de esa cifra. Cien lenguas son muchas lenguas. Más de las que cualquiera puede reconocer y muchos enumerar.
Posiblemente, bastantes de quienes hablan esas lenguas no podrán o no querrán transmitirlas a sus hijos, con lo que, por ese lado, cabría pensar que la diversidad lingüística tenderá a disminuir. Pero, posiblemente también, nuevas remesas de inmigrantes traerán consigo nuevos hablantes y nuevas lenguas. La variedad, en otras palabras, va a permanecer entre nosotros. Aunque algunos parezcan todavía no haberse dado cuenta, vivimos ya en una sociedad donde además de aquellos que tenemos como lengua propia el castellano y/o el euskara, conviven otros criados en hogares donde se hablan otros idiomas.

Guste o no, esta situación obligará a cuestionarse el habitual discurso de los llamados “derechos lingüísticos”. A nadie se le escapa que una administración del tamaño de Navarra o el País Vasco no puede ofertar todos y cada uno de sus servicios en cien o más lenguas minoritarias. Por mucho que sus hablantes las estimen y sientan como parte de su identidad. En consecuencia, habrá que relativizar algunos de esos supuestos derechos, como el de ser atendido por todas las administraciones en la lengua en que se desee o el derecho a recibir educación a todos los niveles en aquélla. No se trata de perseguir ninguna cultura y menos aún de coartar la libertad de comunicarse en el idioma que uno desee – y que el otro entienda – . De lo que se trata es de racionalizar su reconocimiento oficial en función de la demanda, los recursos materiales y humanos disponibles, la proporción de hablantes y el conocimiento que tengan de otras lenguas. Habrá, en definitiva, que comprender que haberse criado en un determinado idioma – y no digamos ya haberlo adquirido en el colegio – no engendra un derecho absoluto a que la sociedad le otorgue el mismo tratamiento que la lengua conocida por más del 95% de población, con todo el gasto que eso entraña. Lo contrario llevaría a cometer el agravio de premiar unas minorías por el mero hecho de serlo.

Acaso alguien piense que la presencia de ese centenar de lenguas inmigrantes entre nosotros no puede llevarnos a cuestionar el alcance y la aplicación de los “derechos lingüísticos”. Porque, al fin y al cabo, esas recién llegadas no son “de esta tierra”, como en cambio sucede con otra lengua en la que casi siempre se piensa cuando se debate sobre dichos derechos. Pero, a poco que se piense, se advertirá que la tierra, como tal, no tiene ninguna lengua – prueben, si no, a charlar con una maceta – y que son sus habitantes quienes emplean una o varias de ellas. Si aceptamos que ni el origen, ni la sangre, ni la raza, deben servirnos para discriminar unos ciudadanos de otros, habrá que admitir que el pedigrí milenario de una lengua tampoco puede constituir un argumento definitivo para exigir un tratamiento de favor.

Por lo demás, la perspectiva de una sociedad tan compleja como la que se está formando ante nuestros ojos suscita, inevitablemente, temores. En este sentido, no podemos resignarnos a contemplar cómo Babel amanece – y amenaza – desde la ventana de nuestra casa. Porque toda Babel es una maldición. No por la mera diversidad de hablas – que, admito, puede ser enriquecedora – , sino por la ausencia de una lengua común. La imposibilidad de comunicarse alimenta inevitablemente la desconfianza; ésta trae consigo el miedo, y el miedo conduce siempre a una merma de la libertad. De ahí la necesidad de prevenir los riesgos de una extrema diversidad lingüística con el impulso de una lengua común como espacio para la igualdad. Una lengua que, lógicamente, debería ser la que ya es mayoritaria. Ello no entraña ningún tipo de imperialismo, por cuanto no pretende impedir que se empleen otros idiomas, sino evitar el absurdo de que nuestros conciudadanos y vecinos se conviertan en completos desconocidos.

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