Nueva era en la Casa Blanca Dos millones en el National Mall Viaje en autobús de Harlem, capital afroamericana, al Washington enfervorecido por Obama

"Dios nos está mirando"

La Vanguardia, Marc Bassets - Washington. Corresponsal, 21-01-2009

No importaban las seis largas horas de autocar, los tres cuartos de hora de metro y la hora de marcha a pie a tres grados bajo cero. June Terry era feliz. Acababa de pisar el National Mall, la amplia y larga avenida del centro de Washington DC. A lo lejos, se veía el Capitolio.

“¡Me siento tan bien! No tengo frío. Mire la gente. No ha habido nada más bello en el mundo, créame. Mire el sol: Dios nos está mirando. Esto es fantástico. Estoy orgullosa de estar aquí”, explicaba esta afroamericana de 78 años dos horas antes de que Barack Obama jurase, en las escalinatas del Capitolio, el cargo de presidente de Estados Unidos.

La de ayer no era la primera ceremonia inaugural de June Terry. A los 11 años presenció el juramento de Franklin Delano Roosevelt. Ayer formaba parte de un grupo de medio centenar de obamistas del barrio neoyorquino de Harlem – capital de la América negra-que peregrinó a Washington para asistir a la consagración del primer presidente afroamericano de Estados Unidos.

Algunos querían vivir la historia. Otros, desquitarse por un padre o una madre muertos que no pudieron vivirla. Otros sentían curiosidad, como un holandés – uno de los pocos blancos en el autobús-que trabaja en el servicio diplomático de su país y por eso no quiso revelar su identidad.

Todos sentían la fascinación por Barack Hussein Obama, que hoy ya no es un monopolio de quienes le votaron en noviembre, los estadounidenses. A veces, la línea que separa la fascinación y el culto a la personalidad es tenue.

Durante el trayecto en autobús de Harlem a las afueras de Washington, los viajeros pudieron ver un documental hagiográfico sobre el nuevo presidente, en el que se le comparaba con titanes como Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt, y con otros presidentes también apreciados como John Kennedy y Ronald Reagan.

Ala 1.54 de la madrugada, el autobús partía de la avenida Lenox, en Harlem, frente al Lenox Lounge, el club de jazz donde cantó Billie Holiday y donde acudía Malcolm X. “Nunca había visto tanta alegría, excepto en la noche electoral”, decía Chet Whye, veterano activista y organizador del viaje. Los pocos blancos – el holandés y sus amigos, unos franceses, el reportero de La Vanguardia-se sentaron al final.

Obama todavía no ha hecho nada. Hasta ayer no se estrenó en su trabajo. Pero las esperanzas que millones de personas tienen depositadas en él, la admiración que el más mínimo de sus gestos despierta, el carácter modélico – para muchos ciudadanos-de su familia, su oratoria y su biografía le convierten, en la hora cero del mandato, en algo más que un presidente.

“Tenía que ir a Washington. Por Barack”, sentenciaba Jamie Williams, una funcionaria jubilada de 63 años que recorría el pasillo del autobús vendiendo corbatas, chapas y otra parafernalia con el rostro del nuevo presidente y la bandera de Estados Unidos. “Estoy tan feliz de que haya sucedido mientras vivo”.

En menos de una hora las luces se apagaron. Los pasajeros se durmieron. Nueva Jersey, Delaware, Maryland: el autocar atravesaba los estados de la Costa Este. Paisajes industriales y nieve al borde de la autopista.

El viaje – y la muchedumbre que los viajeros encontrarían unas horas después en la capital del país-recordaba un peregrinaje religioso: la devoción al líder, la abundancia de merchandising, la comunión, la alegría.

A las 7.15 de la mañana, el autobús aparcó en el extrarradio de Washington, junto a una parada de metro.

“Ha sido un viaje largo y maravilloso”, resumía Chet Whye. Durante la campaña electoral, Whye, de 53 años, viajó por todo Estados Unidos como voluntario y, ayer, micrófono en mano, evocó “la nieve de Nuevo Hampshire” y “la lluvia helada de Cleveland”. Pura retórica obamiana.

Una vez en el centro de la capital, el grupo de Harlem se fusionó con los centenares de miles de ciudadanos – jóvenes y viejos, blancos y negros, hombres ymujeres-que se dirigían al National Mall, a pasar frío y a ver al nuevo presidente en pantallas gigantes. Un líder político pero – como sugiere el tono de sus discursos-también espiritual.

Así como la coronación de los monarcas y la proclamación de los papas tiene su liturgia, en Estados Unidos la investidura de los presidentes también es un ritual que a veces, como ayer, enciende el fervor popular.

En Washington se mezclaba la admiración por el líder con la voluntad de “formar parte de la historia”, como decía Alfred Bryant, de 22 años, que también viajaba en el autobús. “Básicamente quiero poder contarles a mis hijos y a mis nietos que estuve aquí, y que mis hijos se lo puedan contar a sus nietos”.

Vistos con ojos europeos, la liturgia y el fervor son llamativos. Cuesta imaginarse en Europa millones de personas desplazándose centenares, miles de kilómetros para celebrar a un líder político. Podría llegar a asustar. Cuesta imaginarse a tantos ciudadanos confiando sin cinismo en el presidente.

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La muchedumbre que llenó el National Mall es un arma política de primer orden, en Estados Unidos y en el resto mundo: ¿qué líder democrático es capaz de exhibir unas masas tan entregadas?

Algunos comentaristas – pocos: la mayoría también están entregados-apostaban anoche: ¿cuánto durará la luna de miel? El propio presidente ha advertido que los males de Estados Unidos no se resolverán en cien días, sino en mil, o más.

“Seremos pacientes”, prometió René Ridick nada más llegar el autobús a Washington. Ridick, que tiene 50 años y trabaja como auditora interna en una empresa, teme perder el trabajo y, sobre todo, perder el seguro médico. Sin trabajo, no hay seguro.

El viaje era un homenaje a sus padres, que se manifestaron en los años sesenta en esta ciudad con Martin Luther King. El padre ha muerto y la madre se quedó en Harlem.

June Terry, la mujer que se extasiaba en el National Mall, es pragmática. Cree que sin la presión de la base las cosas no se moverán en Estados Unidos. Terry es activista en la defensa de los derechos de la tercera edad. “No esperará que el hombre lo haga todo solo, ¿no?”, dijo. “El hombre no es Jesucristo”.

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