Doce núcleos de chabolas en Valencia

El País, IGNACIO ZAFRA, 31-12-2008

Era español, tenía unos 40 años y aparentaba más. Dormía sobre un transformador eléctrico, protegido por la cubierta de un antiguo hospital psiquiátrico, en la zona donde el barrio de Patraix se junta con el distrito de Jesús, en Valencia. Apareció muerto sin signos de violencia el 25 de noviembre, en plena ola de frío. El caso atrajo a la policía. Durante unos días, cuenta Amparo Hernández, de 31 años, el transformador se quedó desierto. “Luego volvieron”, dice, y señala los colchones, las mantas y los fardos de ropa que sobresalen del techo.

A diferencia de otras ciudades, Valencia no tiene ningún gran poblado de chabolas. Cuenta, a cambio, con una legión de asentamientos precarios esparcidos aquí y allá. La Federación de Asociaciones de Vecinos ha elaborado algo parecido a un mapa de la exclusión con información recogida sobre el terreno. La intención, señala Antoni Pla, vicepresidente de la federación, es promover una “actuación integral, no solo policial, que atienda a las necesidades sociosanitarias” de indigentes y otros colectivos marginales, como los relacionados con la prostitución y las drogas.

“Está muy bien que existan unidades policiales como la X – 4, que hace un seguimiento de los indigentes y les facilita recursos, pero tendría que haber grupos interdisciplinares de apoyo. Porque las situaciones son muy diferentes. Hay familias que se instalan y acaban integrándose en el barrio. Hay quienes están de paso, o son temporeros, grupos con menores, personas con problemas de dependencia. Casos de desestructuración familiar o desadaptación social. No todos pueden tratarse de la misma manera porque son casos muy variopintos”, afirma Pla.

Los asentamientos también son variopintos. Pueden nacer en unas naves industriales (como las de Macosa, hacia el final de la calle de San Vicente) o una fábrica (Bombas Gems, en la avenida de Burjassot) abandonadas. En una furgoneta (carretera de la Font d’Encorts, camino de Mercavalencia). En una alquería (en la huerta de San Marcelino y en la Ciudad Fallera). En un patio de manzana (la Malva – rosa). O en un cobertizo de uralita (en la Font de Sant Lluís) como el que Eugen Peptanaru, rumano, de 57 años, y su mujer Iulica vaciaron de basura durante semanas para convertirlo en su morada.“Yo solo, mira, con las manos y el carro”, dice Peptanaru. Buena parte de la basura, los escombros y los muebles rotos han quedado amontonados alrededor del algarrobo que hay frente a su vivienda. Dentro hay un par de habitaciones pequeñas, atestadas de trastos, en las que flota un fuerte olor a humedad. La cocina queda a la entrada, a la derecha de un pasillo minúsculo. No hay luz eléctrica. Ni agua. De noche usan una vela, y tienen una botella de butano.

“Cuando llueve, problema, mucho problema. Cubo aquí, cubo allí, mucho cubo”, dice. Peptanaru no domina el castellano, pero después de explicar, medio con palabras medio con gestos, que en Galati, desde donde llegó hace un año, se ganaba la vida esculpiendo los nombres en las lápidas de los cementerios, agrega: “Por ejemplo, Pepa Pérez”.

El hombre tiene todos los papeles en regla. Insiste en abrir la riñonera y mostrar el pasaporte, la tarjeta de residencia, la tarjeta sanitaria. “Todo perfecto, no problema”. Iulica apenas sale de casa. En verano la operaron de la columna, asegura. Su marido insiste en levantarle un poco el pañuelo a la altura de la nuca y mostrar una cicatriz circular de la intervención. Los Peptanaru viven de lo que a Eugen le dan a la puerta de Mercadona. “Cinco céntimos, diez céntimos”.

Su casa está incluida en el mapa de los asentamientos que ha trazado la federación de vecinos. Pero el vicepresidente advierte de que han tardado casi un mes en reunir los datos de las asociaciones de cada barrio, así que ya habrán cambiado. Ni es exhaustivo ni logra nunca estar actualizado, pero el mapa tiene el valor de una foto fija. Y permite seguir las huellas.

En la carretera de la Font d’En Corts la federación había detectado dos asentamientos en furgonetas y uno muy grande en las antiguas instalaciones de Industrias de Barnices Especiales, donde llegaron a reunirse más de 10 familias de etnia gitana, afirma José Siurana, de 31 años, uno de los pocos agricultores a tiempo completo que quedan en la zona, ubicada entre la salida de la pista de Silla y L’Oceanogràfic. “Muchos problemas no daban, pero mala imagen, sí”, comenta. “Habían ido sacando la basura casi hasta la calle”.

Las familias fueron desalojadas por la policía. Y antes de llegar a la Font d’En Corts, dice Siurana, habían sido desalojadas de La Punta.

Antoni Pla subraya ese problema circular, y lo extiende a los puntos de venta de droga. Otro de los elementos analizados en el mapa de la exclusión, pero que la federación difunde con precaución para evitar, dicen, un efecto reclamo.

Reconocen, sin embargo, que las operaciones policiales en el híper de la droga de la huerta de Campanar, provocaron un resurgimiento de la venta de drogas duras, como la heroína, en otras zonas: el barrio de El Carme, las casitas rosas de la Malva – rosa, o el barrio de Beteró (al final de la avenida de Blasco Ibáñez).

“Cuando se genera una situación muy grave en las cañas, el híper de la droga, actúan, pero eso es como pegarle una pedrada a un avispero, provoca una dispersión”, dice Pla, que lleva años apostando por una atención sociosanitaria a los toxicómanos que incluya, en casos muy graves de adicción, la dispensación de las sustancias bajo prescripción facultativa, como paso previo a un posible tratamiento de desintoxicación. Y añade: “¿Cómo vas a convencer a alguien directamente en las cañas de que acuda al psicólogo o de que tiene cita con el trabajador social?”

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