La casa del migrante Betania, oasis en BC

Todas las tardes recibe a migrantes, principalmente de Centroamérica, que buscan estar a salvo de peligros de un largo viaje y recuperar vitalidad para seguir el camino a EU

El Universal, 18-12-2008

 

MEXICALI, BC.— Al atardecer, cuanto más el sol declina, pequeños grupos de hombres de piel tostada y sudorosa, rostro fatigado, gorra beisbolera y mochila se concentran en una esquina de la proletaria Xochimilco, colonia gobernada por el polvo semidesértico y los hedores pertinaces del tiradero municipal. Sobre la banqueta aún caliente, conversan sin perder de vista el zaguán de cierto predio, que acoge una construcción rectangular, grisácea, chaparra: la Casa del Migrante Betania.

Salvo los martes, todos los días, desde las seis de la tarde, ésta acoge a decenas de migrantes, principalmente centroamericanos. En cuanto el zaguán es liberado de sus cadenas, van entrando aquellos grupos de hombres que en su marcha forzada hacia Estados Unidos, y a pocos kilómetros de cumplir tal cometido, han hecho un alto de dos o tres días en este sitio, para recuperar vitalidad.

Puede distinguirse a quienes están aquí por primera vez: aparecen enfermos, doloridos, andrajosos, más hambrientos que los demás, y más huraños; apenas hablan, permanecen alerta, recién bajados como están del tren carguero.

Desaparecidos en la nada

El joven hondureño José Erasmo es uno de ellos. No ha transpuesto aún la frontera estadounidense, pero es evidente que este hondureño de 22 años, padre de familia, se siente ya del otro lado del mundo. Pueden medirse su ímpetu y capacidad de sobrevivencia escuchando la historia de todo lo que pasó para llegar aquí, donde pasará la primera noche tranquila después de tantas azarosas.

Dejó su país, refiere, casi un mes atrás, empujado por la pobreza y la frustración. Allá “ganamos 50 lempiras al día (menos de tres dólares), de las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde”. Con eso “lo más que se compra son unas poquitas libritas de arroz, una de frijoles; algo de espagueti, si se puede”.

José Erasmo es parte de la modalidad más común de los fenómenos migratorios en el mundo: la transmigración, y de una masa humana que no para de moverse. Para el caso de México, Tonatiuh García Castillo, coordinador de Regulación Migratoria (Instituto Nacional de Migración), informa que anualmente transitan de forma ilegal unas 500 mil personas, 97% proveniente de Centroamérica.

Ese universo de seres desplazados a Estados Unidos por la pobreza “desaparece en la nada” mientras atraviesa el vasto México, opina Beatrice Alamanni, hoy ex procuradora para la Defensa de los Derechos Humanos de El Salvador, y lo ilustra con una experiencia: “[…] la Policía [Nacional Civil de El Salvador] me da diez hombres de seguridad por tanta amenaza que recibo [cuando era procuradora] los mejores de ellos se han ido [de] mojados a Estados Unidos y han desaparecido en la nada, ya no sabemos más de ellos, nunca sabré si han llegado o no […], si están vivos o muertos. Algún día se comunicarán con su familia para mandar dinero, o no”.

El que un migrante indocumentado “desaparezca en la nada” al transitar por México equivale, en realidad, a la eventual pérdida de sus derechos humanos, incluido el derecho a la vida. En cuanto cruza la frontera con Guatemala lo acechan militares, policías (federales, estatales y locales), agentes migratorios y del Grupo Beta, personal del ferrocarril, asaltantes, pandilleros de la Mara Salvatrucha y la Barrio Dieciocho, enganchadores y polleros.

Lo constata la religiosa Carmen, quien labora en el Centro Madre Assunta para Mujeres y Niños Migrantes, de Tijuana: “El problema de la migración en la frontera sur deja más huella en los migrantes”; los centroamericanos sufren todo tipo de daños (tortura física y sicológica, extorsión, robo, abuso sexual o asesinato) y, de todos, “la mujer con hijos es la más vulnerable”.

Santo Tomás Reyes, director de la Casa del Migrante Betania, en Mexicali, añade que ha recogido testimonios de migrantes centroamericanos que hablan de militares mexicanos que los extorsionan y vejan, “los ponen a hacer lagartijas […] simplemente para estarse burlando de ellos”.

 

Tragado por la jungla

El testimonio de José Erasmo confirma tales informes. Recién ingresado a territorio mexicano ilegalmente, cuando buscaba la vía del ferrocarril por la frontera sur acompañado de otros dos hondureños que conoció en el camino, un día se lo tragó la jungla impía de El Ceibo, un pueblo tabasqueño cuajado de traficantes, en los confines del sur.

Sin alimento ni cobijo, “corriendo peligro de que nos picara una culebra o [atacara] una fiera”, caminó atribulado, en círculo siempre, regresando cada vez al mismo sitio. Al tercer día encontró cómo librarse de aquellas fauces y cayó en cuenta de que tanto andar lo había dejado descalzo.

Las mil lempiras en el bolsillo con las que había iniciado el viaje se le esfumaron en el transporte para cruzar Guatemala. Después de librarse del trópico, retomó su avance hacia el norte, que fue interrumpido otra vez en Tenosique (Tabasco) y Lechería (estado de México) por ladrones. “Me quitaron los zapatos y el cincho”. En ambos casos “los ladrones se subieron con cuetes [pistolas] y [nos] las pusieron en la cabeza”.

Sufrió persecuciones de agentes migratorios, una de las cuales pudo costarle la vida, también en Tenosique. “Tuvimos que tirarnos [a un canal de aguas negras] porque no había otra salida, y [estaba] hondo, demasiado hondo”, “casi me ahogué”; “[era] peligroso […] nos dijeron los vecinos que había lagartos”.

 

Mexicanos, con pistola y machete

En Betania, como en cualquier otra casa del migrante a través de México, estos sucesos sólo varían en dramatismo. Cuatro días antes que José Erasmo, llegó Wilson Raúl, de 26, también hondureño. Aunque recuperado físicamente, sus palabras muestran la afectación emocional por “lo que uno sufre” en el camino; “desveladas, hambre […] tal vez el tren no para en un caserío y uno se tiene que aguantar. Cuando ya para en un caserío, uno se baja y pide algo de tomar, un taquito, y la gente, bien buena, le regala a uno. Si no fuera eso, ya no viniera uno acá. Uno no puede traer ni dinero, porque se lo roban en el camino de todas maneras”.

En un viaje anterior lo asaltaron; no eran policías, sino “los mismos mexicanos, con pistola y machete”. En este, dice Wilson Raúl, tuvo algo más de suerte. Recuerda, por ejemplo, que al cruzar a bordo del ferrocarril desde Tepic hacia Mazatlán se subieron alrededor de 50 pandilleros mexicanos y hondureños, “nos preguntaron de dónde éramos; les dijimos que de Honduras. Se fueron. Más adelante, por los vagones, venía un grupo de guatemaltecos y los fueron a asaltar. Les quitaron no sé cuánto. Andaban unos machetes [y] tubos con punta”.

Venía con un primo al que perdió de vista en Mexicali, “porque aquí la policía nos hace una carrera [y] uno no sabe si es para basculearlo [o si] lo va a mandar para allá, entonces hay que correr. Él agarró para un lado, yo para el otro”.

Gracias a la Casa Betania, después de sobrevivir a las atrocidades del largo trayecto a través de México, como miles de migrantes todos los días, José Erasmo y Wilson Raúl recuperan energía, gozan de horas para considerar mejores días.

 

 

 
 
PUBLICIDAD





Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)