Las dos muertes de Dimitri

Diario de Noticias, 14-12-2008

Aunque camina, respira y conversa, Dimitri Azebaze lleva cinco años muerto. Lo dice él mismo cuando los fantasmas de su terrorífica huida inundan con lágrimas su rostro. Nadie lo diría tras intercambiar saludos con este camerunés de 30 años, afincado desde hace más de tres en Pamplona e integrado plenamente en el tejido social y cultural de la capital. Aquí es vendedor de productos cosméticos, autor, director y actor de teatro, escritor y hasta rey mago, pero detrás de esa fachada se esconde otra historia, el relato de un técnico informático que debió huir de su país tras destapar un escándalo de corrupción.

Es el relato de un viaje de 9.000 kilómetros, el manual de cómo subsistir míseramente en 8 países distintos, el drama de 20 meses de infructuosa travesía hacia la tierra prometida. Pero es, sobre todo, la ejemplificación de las dificultades que tiene un hombre negro, africano y del tercer mundo para acceder en occidente al estatuto de refugiado, ése que emana del derecho de asilo recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. De haber sido blanco, anglosajón, y cristiano, nadie se lo hubiera denegado. De eso está seguro porque “los Derechos Humanos los crearon los occidentales sobre las bases del colonialismo y sólo los conciben para sí mismos”.

Prólogo: el detonante

No hay Pulitzer en Camerún

Dimitri nació en 1978 en Douala, la capital financiera de Camerún, situada en la costa. Estudió hasta los 20 años, cuando dejó la universidad para formarse como técnico informático. Compaginó sus estudios con labores de educador y, finalizadas éstas, llegó a dirigir una empresa de construcción mientras trabajaba como informático para el Gobierno de Paul Biya (presidente desde hace 24 años). Ese puesto y su compromiso ético fueron su ruina. A sus manos llegaron las pruebas del desvío de fondos para uso personal de los titulares de varios ministerios. Él las filtró y la oposición las aireó. En Estados Unidos una historia similar, el caso watergate , otorgó el Pulitzer a Carl Bernstein y Bob Woodward, del Washington Post , pero en Camerún eso te puede costar la vida. “Ellos se enteraron y vinieron a por mí, tuve que huir”, recuerda. Era el 11 de junio de 2003; él tenía 25 años.

“No pensaba venir a Europa, pero de Chad tuve que salir porque la frontera es muy permeable y los matones que me buscaban también la cruzaron”. Un encuentro con ellos le convenció. Sus pasos le llevaron hacia el Este, cerca de Níger, donde unos “aventureros” le hablaron de Libia, donde podría refugiarse. Es curioso cómo emplea el eufemismo “aventurero” para definir a quienes optan por jugarse la vida en su camino hacia Europa. Cientos partieron con él, sólo unos pocos llegaron. “Sus cadáveres están en el Sahara, en Argelia o en Marruecos. Otros aún viven como perros junto a la frontera esperando su oportunidad”.

Capítulo 1: la cruda realidad

Autoridades: la primera mafia

En Níger empezó el verdadero calvario. No tenía visado y lo detuvieron. Debió pagar 100.000 francos CFA (algo menos de 200 euros) por su libertad. Viajó hasta Kano, en Nigeria, para tratar de formalizar el tránsito. De nada le sirvió, puesto que al cruzar de nuevo Níger no reconocieron el visado y hubo de pagar la tarifa en cada uno de los 14 controles con los que topó: 2.000 francos cada vez. 280.000 en total (430 euros).

Veinte días después de escapar, Dimitri llegó a Arlit, una pequeña aldea a las puertas del Sahara. “Yo no sabía qué eran las mafias de la inmigración, ni siquiera sabía que la gente viajaba así, pensaba que se podía transitar en libertad, pero en África esto es un negocio y la vida no vale nada”. El pasaje en uno de los camiones que cruzan el desierto cuesta 500.000 francos (770 euros) y de esa cantidad, 200.000 van a sobornar a las autoridades, calcula. “Ahí está la primera de las mafias”. Las lágrimas asoman…

Capítulo 2: Tráfico humano

43 cadáveres en el desierto

En el vehículo en el que partió viajaban 47 personas. “Íbamos hacinados, sentados unos encima de otros hasta cuatro alturas. Si te caías, el coche no volvía; si te quedabas sin agua, te abandonaban”. El viaje debía durar 10 días para cruzar los 1.400 km que separan Arlit de Djanet, en la frontera entre Argelia y Libia. Pero su travesía duró más. Se perdieron en el desierto y buscando de nuevo la ruta (“allá no hay caminos y los tuareg, que son los chóferes, se guían por las estrellas”) encontraron otro vehículo. En torno a él contaron 43 cadáveres. “También se habían perdido, se quedaron sin gasolina y a la espera de otro vehículo, se quedaron sin agua. Murieron todos”, recuerda. “Los enterramos y con ellos también la risa y los sueños”.

Recuperaron la ruta, pero lo peor estaba por llegar. “El segundo nivel de la mafia está en los propios chóferes. Son tuareg, habitantes del desierto que viven en pequeñas tribus hermanadas. Quedan en determinados puntos del Sahara para asaltar los vehículos que lo cruzan. Roban el dinero, la ropa, los zapatos, todo, y si te resistes, te matan”, explica Dimitri. Ahí su llanto explota.

Capítulo 3: El tránsito del sahara

Asalto, puñales y violaciones

“A nosotros nos asaltaron el 1 de julio. Yo tenía mucho miedo, me di la vuelta, sólo quería huir. Uno de ellos sacó un cuchillo y me lo clavó en el costado. Caí al suelo y oí cómo amenazaban a los demás. Nadie hizo nada. Les apuntaban con las armas. Había siete chicas nigerianas, las violaron a todas, incluso delante de sus hijos. A mí me dieron por muerto y me dejaron allá. A los demás, después de robarles todo, les permitieron seguir. A las chicas volvieron a violarlas durante tres noches seguidas o al menos así me lo contaron después”. El relato es aterrador y entrecortado. Su veracidad se intuye en la mirada arrasada de un hombretón fuerte de casi 1,80 de altura.

“Caí en coma. No sé ni cómo sobreviví, pero aguanté casi una semana cubierto de arena y agonizando”, relata. El 8 de julio un comerciante lo encontró por casualidad (“estaba en la ruta que cruza el desierto”). Lo cargó en su viejo Peugeot y lo llevó al hospital de Efry, en Djanet. Le operaron de urgencia, “gracias a un médico al que di lástima”, y el 14 de julio salió de la UCI. “Había cruzado el desierto, pero allá, como a cientos de personas, me mataron”, asegura. Sin dinero, sin comida, sin esperanza rogó a un comerciante pasaje a Bargath (Ghat), al otro lado de la frontera. “Son 230 kilómetros que la gente hace andando, pero yo no podía. Tuve suerte de que me llevaran porque casi el 25% de los que lo intentan, muere”, certifica. Las cifras que baraja la CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado) revelan que casi la mitad de quienes inician el tránsito por el Sahara hacia los puertos del Magreb nunca llega. “Ésa es la historia que aquí no se conoce, ésa es una ruta llena de esqueletos”, dice Azebaze.

Capítulo 4: Pasaje hacia europa

4.000 euros por ir en patera

Él permaneció más de siete meses en Libia, primero en Bargath, después en Sabah y finalmente en Trípoli. Allá encontró a parte de los compañeros de viaje que jocosamente le apodaron el fantasma : “No podían creer que hubiera sobrevivido”.

El recuerdo que guarda de aquel país es bueno: “La gente nos acogía, nos daba trabajo y nos ayudaba, pero no podía optar al estatuto de refugiado ni a la ciudadanía porque era considerado sólo como un emigrante de más allá del desierto”. En el tiempo que permaneció en Libia pudo ahorrar algo de dinero trabajando en un restaurante, dando clases de inglés y cargando camiones. Ya en Trípoli unos compatriotas le plantearon la posibilidad de cruzar a Sicilia en patera, pero el pasaje era demasiado caro (4.000 euros), la seguridad nula, el riesgo alto y las ganas, tras el Sahara, pocas. “Aquí los aventureros tienen tres opciones: o lanzarse en patera, o trabajar para pagar el pasaje de vuelta o seguir hasta Argel o Marruecos para intentar cruzar a España, que es más barato (1.200 euros el pasaje). Yo no podía volver y no tenía dinero, así que tomé la tercera vía”, explica. Su objetivo era ir a Europa y pedir asilo político.

Capítulo 5: las deportaciones

El sufrimiento que paga la UE

De Trípoli salió hacia Orán, en la costa de Argelia, pero en el camino les interceptó el ejército argelino y los deportaron, “tras someternos a todo tipo de malos tratos”, primero a Tizaouati (Ti – n – Zaouatene), en el extremo sur del país, y más tarde a In Salah, en el centro. “Aquí empieza la tercera trama mafiosa, la que paga la Unión Europea”, asegura, Y es que los tratados contra la inmigración firmados por la UE con países como Argelia o Marruecos traen pingües beneficios a sus gobiernos en virtud de las listas de deportados que presentan. “A los militares les dan premios por cazarnos. Nos roban, nos deportan y nos dejan malviviendo en el sur trabajando en lo más rastrero hasta que ahorramos lo suficiente para volver a Orán o a Argel, donde seguimos ahorrando para intentar salir del país. Entonces nos detienen de nuevo, nos deportan con una identidad falsa, cobran por ello y comienza el círculo”, explica. Él conoció compatriotas a quienes les ocurrió hasta en 7 ocasiones.

Pero ese negocio perverso, es doble: “Junto a los camiones que nos transportaban bajaban vehículos con los víveres que nos iban a vender y esos mismos camiones trasladaban de vuelta a quienes habían pagado los 300 euros que costaba salir de allá”. Él tuvo suerte y un senegalés al que aún le quedaba dinero le pagó el viaje de salida. Fue directamente a Magnia, en el Oeste del país, junto a la muga con Marruecos. Sólo permaneció 6 días más en Argelia.

EpíLogo: El sueño roto

No hay asilo para ti

La amenaza de la deportación también vive en Marruecos, pero las razzias policiales son menos contundentes. “Caminamos 170 km hasta Nador, en la frontera con Melilla”. A los pies del monte Guru Guru pasó otros tres meses. “Nos alimentábamos de la basura y teníamos que correr cuando llegaban los militares”. Se avergüenza al recordar que llegó a comer cadáveres podridos de pollo cocinados en aceite de coche: “Vivíamos peor que los animales”. Harto de esa realidad se sumó a los asaltos masivos de octubre de 2004 sobre la valla de Melilla. Casi 1.000 personas lo intentaron, 200 pasaron, pero él se quedó en tierra de nadie y, según afirma, fue víctima de “la mayor paliza de mi vida”. Entre insultos y amenazas racistas, agentes de la Guardia Civil se ensañaron con él: “Me pegaban con barras de hierro en las articulaciones, en la cabeza, por todas partes. Luego abrieron la verja y me tiraron”. Quedó un mes convaleciente.

“Cuando me recuperé decidí intentarlo por Ceuta y me puse en camino: 21 días a pie”. En ese punto hay tres vías para llegar a España: “Las pateras (1.200 euros), saltar la valla (dista 20 kilómetros de Zeganga, su campamento), o pagar a un nadador marroquí 800 euros para que te pase por mar hasta Ceuta (5 km)”. Tres meses más de miseria le hicieron tomar una decisión: no podía pagar al nadador, pero él sabía nadar. Cogió un neumático abandonado y compró unas aletas, se entrenó durante semanas en un estanque de riego y finalmente se lanzó al mar. No lo consiguió hasta la octava vez. Era la madrugada del 11 de febrero de 2005. Habían pasado 20 meses desde que dejó Camerún. “En Ceuta solicité asilo, les conté todo lo sucedido. Me lo denegaron diciendo que fui yo quien creó problemas”. El llanto concluye con una mueca de incredulidad.

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