Babel en el supermercado

Una familia vasco-rusa, otra paraguaya y una senegalesa hablan de su experiencia con los idiomas

El Correo, I. URRUTIA / L. LÓPEZ, 14-12-2008

No hay más que aguzar un poco el oído. Bien sea en el metro o el autobús. O en la cafetería del barrio. O en el supermercado. Tarde o temprano se oye un idioma extranjero. De acentuación marcada y melodiosa, como el ruso; o de sonoridad misteriosa como el guaraní, que tiene 12 vocales y 21 consonantes; y qué decir de esas ‘c’ y ‘g’ cortantes, tan propias de lenguas africanas… Hay un sinfín de novedades en el ambiente. Basta con prestar atención.

SVETLANA Y EUGENIO

Matrimonio vasco – ruso

«En casa sólo hablamos ruso»

Liudmila. Así se llama la hija de Svetlana Tchobotova y Eugenio García – Salmones. Tiene nueve años y juega como pívot en el colegio bilbaíno de los Jesuitas. Le gusta apuntar alto y, por supuesto, meter canasta. De mayor, quiere ser médico, ya sea pediatra o veterinaria. Y a juzgar por el ronroneo de ‘Smoki’, tiene buena mano. Se nota que se entienden muy bien. En dos idiomas, nada menos. Y es que en casa de Liudmila hasta el gato entiende ruso. «Entre nosotros nunca hablamos castellano», explica Svetlana, ‘Sveta’ para los amigos. La niña lo habla perfectamente y Eugenio, también, «aunque tiene un acento georgiano, que ya, ya…».

- Eugenio, eso del acento georgiano, ¿a qué viene?

- No lo sé. Pero es cierto. Si hasta dicen que tengo aspecto de georgiano… Eso sí, no acabo de ver la relación entre el euskera y el georgiano. Algunos dicen que la hay pero, si oyes hablar georgiano, ¡no se parece en nada!

Sea como sea, parece que todo estaba predestinado para que Sveta y Eugenio acabaran conociéndose. Él visitó Rusia por primera vez en 1991 «por cercanía ideológica», estudió el idioma y un buen día leyó en un periódico el anuncio de una joven que buscaba ampliar su círculo de amistades. Y ni corto ni perezoso, le respondió en ruso y con buena letra. El cirílico le salió bordado. De esta forma, comenzaron una relación que se mantiene viento en popa. «Yo me vine en 1998 por él. No tenía ninguna necesidad de marcharme. Soy ingeniera y no me faltaba trabajo. Aquí me gano la vida en una empresa de instalaciones eléctricas, estoy en el departamento de proyectos y presupuestos. No me puedo quejar», reconoce en un castellano impecable. Ni las ‘a’ ni las ‘o’ le suponen ningún problema… «Son los sonidos más difíciles para nosotros. En ruso no existen, y cuesta pronunciarlos. Al menos, cuando empiezas».

Su paso por la Escuela Oficial de Idiomas le ayudó mucho a mejorar el español. Además, allí conoció a dos chicas, una lituana y otra ucraniana, que ahora «son grandes amigas mías». El ruso, la lengua común entre ellas, les permite comunicarse. «Antes, en la antigua URSS era la única lengua oficial». Ella, no obstante, también se defiende en ucraniano porque su madre lo hablaba. Y como no hay dos sin tres, se las arregla sin problemas con el inglés: «Soy una persona muy curiosa, nada más entrar a trabajar en mi país, me metí en un curso intensivo durante dos años».

También chino

Eugenio no se queda atrás, pues sabe francés y lee chino. Por pura afición. Tiene «un negocio de barnizado» con un hermano y, en principio, le bastaría el castellano. Pero nunca ha sido un conformista. «Tengo facilidad y me gusta. Siempre he creído que es importante aprender idiomas. Te enriquece muchísimo». Y más todavía cuando te abres a otras culturas. En casa de Eugenio, por ejemplo, las fechas navideñas dan mucho juego porque Sveta es cristiana ortodoxa. «Nosotros tenemos Olentzero, Abuelo del Frío (que viene de Siberia y trae regalos a los niños rusos el 31 de diciembre) y también Reyes Magos». Liudmila puede estar contenta.

NANCY Y JUAN ANDRÉS

Familia paraguaya

«Las cosas más dulces se dicen en guaraní»

En su país, por estas fechas rondan los 45 grados y en el árbol de Navidad se cuelgan frutas tropicales. Nadie se agobia, ni estresa, ni levanta la voz. O casi nadie. Si lo hacen, quizás les salga una palabrota en guaraní. «¡Los jugadores de fútbol lo utilizan mucho!», exclama Nancy Diana Penayo. Y enseguida sonríe. Es un idioma que sale del corazón, «por eso las cosas más dulces también se dicen en guaraní». Con buen acento y la cadencia adecuada, palabras como ‘rohayhu ha aise nendive pya’e’ pueden derretir a cualquiera, sin necesidad de llegar a los 45 grados. ¿Qué quiere decir? Pues ‘te amo y quiero estar contigo’.

Nancy lleva tres años viviendo en Euskadi. El tiempo vuela. En invierno, siempre lleva un termo de mate en el bolso y cuando la acompaña su hermana, Julia, muchas veces habla en guaraní. «Cambiamos de un idioma a otro con naturalidad. Aunque, todo hay que decirlo, no tenemos mucha fluidez. Nosotros somos de la capital, Asunción, y allí no está tan extendido».

- ¿Se sienten orgullosos de hablar la lengua de los indios?

- Claro. ¡Un paraguayo que no sepa guaraní es menos paraguayo!

Su hija, Andrea, todavía entiende bastante pero, a estas alturas, se las apaña mejor con el euskera. El benjamín del clan, Mauricio, también se lo pasa en grande en la ikastola. Tiene sólo cinco años y pinta con una energía arrolladora, sobre todo cuando coge el color verde. Igual se acuerda de los campos de Paraguay. Quién sabe si volverán. Juan Andrés Aquino, el padre de familia, es albañil y todas las mujeres, también su suegra, trabajan como interinas. Incluso Nancy, que ahora se encuentra tramitando la homologación de su título de enfermera. No se le caen los anillos a la hora de ganarse la vida. Dice que está contenta. Quizás, por eso, habla en guaraní cada mañana. Una palabra, una frase, «cualquier cosa que salga de dentro».

SEYNABOU HELENE SEYE

Senegalesa

«Pienso en wolof, por supuesto»

Si los idiomas son riqueza, esta senegalesa es millonaria. Helena – «así me llaman aquí, es más fácil de pronunciar» – dijo sus primeras palabras en wolof. También aprendió francés porque es idioma oficial en su país. Y en el colegio, desde pequeña, estudió inglés. Luego, a partir de los 14 años, el sistema educativo senegalés ofrece distintas posibilidades: árabe, alemán, italiano o castellano. Ella optó por este último porque iba a estudiar Turismo y España, en eso, es referencia.

Helena sonríe pícara cuando dice que tiene 42 años porque sabe que la revelación sorprende. Luego, su intensa historia se corresponde con la edad, aunque no con su aspecto. Es diplomada en Turismo, vivió en Bélgica y allí trabajó con una agencia de viajes que le hacía desplazarse por Holanda y Alemania. Luego regresó a Senegal porque es el sitio donde le hubiese gustado vivir, pero el trabajo allí no cotiza al alza. Así que se vino a España. Primero estuvo en Murcia. «Nada más llegar fui al Ayuntamiento para apuntarme a un curso de castellano». Conocía los rudimentos del idioma, pero «no entendía nada. Allí no pronuncian la ’s’». Tuvo tiempo de acostumbrarse porque allí se pasó seis años trabajando en una cadena de restaurantes.

Dejó un contrato fijo hace un año para venirse a Vitoria. «Es que aquí está mi marido», también senegalés. Ahora trabaja como monitora en un piso de acogida para la Asociación Afroamericana y, tan lejos de su país, vuelve a hablar wolof a diario, en casa y en el trabajo. ¿Y en qué piensa? «En wolof, por supuesto. Pero cuando hablo en otro idioma, cambio el chip». Lo curioso del caso es que las conversaciones telefónicas con la familia son en castellano. «Es el idioma que están estudiando mis sobrinos, así que aprovechan para practicar conmigo».

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