MARÍA VICTORIA ARRAIZA

60 años de una Declaración de esperanza

Diario de Navarra, 10-12-2008

J UZGA y actúa de tal modo que Auschwitz no se repita". El catedrático de Ciencia Política Rafael del Águila desgranaba así los elementos que debieran configurar una política de la mesura “como antídoto frente a las grandes ideologías que, en el camino hacia su implantación, olvidan que la persona, el ciudadano, es el centro y la razón de ser de las políticas, no las ideas”.
Estas y otras reflexiones pudieron debatirse en las jornadas sobre “Democracia y Participación Política” que acogió el Parlamento de Navarra hace breves fechas, con una nutrida presencia de estudiantes de la UPNA y de la UNED.

Auschwitz. Basta con el nombre para evocar el horror y la barbarie. “Después de Auschwitz no puede haber poesía”, sentenció Adorno. La desmesura de la II Guerra Mundial sobrecogió a una Europa cuyo rico patrimonio filosófico, artístico, científico, de pensamiento y de cultura no impidió la I Guerra Mundial, ni las violentas guerras civiles española y rusa, la implantación de los totalitarismos comunista y fascista, la brutalidad del Gulag o el estremecedor invento de los campos de exterminio.

Este desalentador relato está en el origen de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada en París el 10 de diciembre de 1948. En el lento y dificultoso camino que los seres humanos han recorrido en la lucha por la dignidad, la Declaración de 1948 es el marco de referencia más estable que la humanidad ha sido capaz de darse para la extensión y preservación de los derechos a todas las personas. Bien es cierto que con la aprobación de la Declaración no se acabaron las tragedias, las humillaciones y la violación de derechos del Otro.

Los años 60 conocieron la lucha por la extensión de los derechos civiles en EEUU, donde la población negra vivía en la exclusión, fuera de la ciudadanía; Martin Luther King fue asesinado por su lucha y su defensa pacífica de la generalización de los derechos a todas las personas. Sudáfrica implantó el Apartheid discriminando sin piedad a las personas por su raza; Berlín vio levantarse el muro de la vergüenza, en el que muchas personas dejaron su vida por pensar de forma diferente. El capítulo del horror no se cerró con la Declaración de 1948. Las dictaduras del Cono Sur Americano, la brutalidad del régimen de los jemeres rojos en Camboya, las masacres de Bosnia, el terror que hoy todavía evoca el nombre de Idi Amin en Uganda, la muerte en vida de tantas mujeres en Afganistán.

Y hoy seguimos escribiendo la geografía de la humillación y el horror, en Guantánamo, en Darfur, en el Congo, en Irak, en Myanmar, en el Sahara, en multitud de espacios en los que la miseria, la falta de agua, el sida, la carencia de sanidad básica, la falta de escuelas establece condenas de muerte a muchos niños y niñas al nacer. Y aquí, entre nosotros, el pasado día 3 en Azpeitia con el asesinato de un ciudadano por pensar diferente; y en cualquier pueblo o ciudad con la muerte o el maltrato a una mujer, por eso, por ser mujer. ¿Cabe el optimismo con este panorama? René Cassin, uno de los principales redactores de la Declaración expresó que “la Declaración deber ser un faro de esperanza para los hombres”.

Y podemos convenir que sí es un faro de esperanza. La Declaración es un proyecto político y moral que progresivamente va abriéndose paso en las legislaciones nacionales e internacionales. Pensemos en nuestro país, que estos días celebra el trigésimo aniversario de la Constitución. Treinta años tuvieron que pasar para que el ordenamiento jurídico español recogiera los valores superiores y asumiera los derechos fundamentales de conformidad con lo expresado en la Declaración Universal. Porque la dictadura franquista hizo caso omiso a las Declaración al negar la igualdad, la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión y de expresión, al mantener la pena de muerte, al no garantizar el ejercicio de la libertad y la igualdad. Sin embargo, hoy disfrutamos de un marco de Derechos y Libertades que ha consolidado un marco de convivencia razonable, que puede y deber ser mejorado, pero que ha garantizado el ejercicio de la libertad.

¿Hay nuevos retos? Sin duda. Entre ellos, el más importante, es el de reconocer que los Derechos Humanos cometen la irritable impertinencia de ser humanos, es decir, están sujetos a la fragilidad de quienes deben llevarlos a la práctica: las personas. De ahí que ésta sea una tarea inacabada, porque en todos los puntos cardinales se violan los derechos humanos. Pero en todos ellos la Declaración Universal es un punto de encuentro para reivindicar la igualdad dignidad y el afán de libertad.

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