"¡Sálgase y búsquese otra!"

El País, MARITZA GARCÍA, 19-11-2008

Otra vez se encontraba arrodillada en el suelo limpiando la suciedad. De tantas veces que lo hacía se acostumbró al mismo ritual: primero el papel periódico para recoger el excremento – al que jamás ha llamado “mierda”, pues esa palabrota que usan aquí para referirse a todo, le parece muy prosaica – , después restregar la alfombra y añadir harto detergente para desprender el hedor. Limpia hasta tres veces al día, cada vez que la yayita no logra contener los esfínteres, y cuando se pone de rodillas para asear el suelo, piensa en la mala suerte que tiene. De todas las amigas latinoamericanas con las que se reúne en la plaza de Sarrià, solamente a ella le había tocado un matrimonio de ancianos con mal carácter. “Mire uste’, lo que me hicieron”, así empieza Paquita su relato cada tarde, cuando al finalizar la jornada, desborda en las bancas de la plaza su enquistado cansancio. “La señora tira la suciedad por toda la casa porque no se deja poner el pañal y el yayo tiene un genio horrible. Como él se lava sólo los domingos, a mí me permiten ducharme una vez a la semana. ¿Va uste’a creer? Un día ya no aguanté y me paré a las cinco de la mañana para asearme sin que ellos se dieran cuenta, pero el yayo me descubrió y me riñó”.

Cómo quisiera parecerse a sus amigas bolivianas de Santa Cruz que tienen el ánimo recio y no se dejan de los malos tratos, pero Paquita es miedosa, y su trabajo le costó abandonar Nicaragua en el otoño de 2006, cuando perdió la cosecha por segundo año consecutivo, y su familia se fue a la ruina. Entonces, cumplidos los 48 años de edad marchó a España, dejando la ciudad montañosa de Estelí, su tierra natal, famosa por la agricultura y la producción de excelentes puros.

“Menos mal no dejaste a tus niños pequeños”, le dice Lourdes, una boliviana que ya no cuida ancianos porque una vez “se desnudó el yayito y cuando levantó las sábanas me enseñó su cosa esa. Quería que me metiera con él a la cama”, le cuenta ventilándose con la mano para bajarse el sonrojo del rostro, mientras las demás sueltan la carcajada. Desde esa ocasión “¡nada de yayitos! ¡Nomás yayitas!”. Paquita les escucha y acepta sus consejos. “¡Sálgase de esa casa! ¡Búsquese otra!”. Ella se arma de valor y siempre dice lo mismo, “ahora sí empaco y me largo”, pero al día siguiente llega otra vez con el ceño fruncido y les vuelve a relatar: "El yayo es muy tacaño y toda la semana comemos sólo patatas con acelgas. El viernes es el único día que comen bacalao, pero un trocito nomás y me hacen guardar el agua con la que lavo sus ropas para que lave la mía. ¿Va uste’a creer?

“¡Ay mujer! ya váyase y no se ande quejando”, le insiste Marisol, otra boliviana que ha probado fortuna en varias casas, y ahora tiene “una yaya muy apaciguada”. Antes estaba con un matrimonio de ancianos que cuidaba 12 horas al día, y además de pegarle, dice, le restringían la comida. “¡Andaba yo con un hambre!”. “¿Ya ve, si eso pasa en esta zona acomodada ¿qué nos espera en otros barrios?”, contesta Paquita, mientras se dispone a entrar a la iglesia Sant Vicenç, donde le rezan, “por si acaso”, a todos los santos. Cuando termina la misa, regresan a las bancas. Algunas cierran los ojos y dormitan un poco, “bien sentaditas como gente decente”, pues muchas cuidan de noche a ancianos y durante el día no tienen casa donde aterrizar. Por eso Paquita se lo piensa para renunciar, “no vaya a ser que no tenga dónde dormir”.

Cada semana prende una veladora a San Vicente y San Antonio. Les pide que no la cojan sin papeles y protejan la cosecha en su amado Estelí, la ciudad que alguna vez fue refugio de españoles cuando en el siglo XVII huían de los piratas ingleses. La misma que se le aparece toda vez que se arrodilla a limpiar la suciedad.

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