Terror en el Sahara

ABC, LUIS DE VEGA. ENVIADO ESPECIAL | GAO (MALÍ), 30-10-2008

A Suburchi, un joven nigeriano, le han vendido hace unos días un billete de autobús que debería trasladarlo desde Bamako hasta Barcelona. Ha picado el anzuelo y lo han dejado tirado en Gao, 1.200 kilómetros más al norte, donde, hundido en la miseria, ha dado media vuelta.

Gao es una de las principales encrucijadas de las rutas de la emigración clandestina que ascienden desde África a Europa. Cada vez son más los que, hastiados por no lograr su objetivo, regresan a casa. Y también lo hacen por Gao.

La travesía del Sahara por Argelia está considerado como el tramo más duro del camino, por las condiciones que impone el desierto y por los constantes asaltos de bandas que arrasan con el dinero o las vidas de los emigrantes. La Gendarmería argelina reconoce haber detenido a 5.380 emigrantes clandestinos subsaharianos en nueve meses.

Wilson Uwaifiokun, de 31 años, acaba de bajar hasta Gao desde el desierto. Las historias que cuenta ya han sido oídas otras veces por este corresponsal, pero no dejan de ser terroríficas. «Hace varias semanas vi 21 cadáveres en el desierto». Dice que todos eran de emigrantes que no superaron la prueba o fueron abandonados.

El relato de Wilson lo escucha atento Ernest Zebulum, de 24 años, también nigeriano, sentado junto a él en un pequeño restaurante del centro de Gao. Ernest iba en dirección contraria que su compatriota, pero al oír lo que ocurre en el Sahara ha decidido volverse. «Vayan a Tin – Zawatine. Es un lugar horrible, nada más cruzar la frontera de Argelia. Es el pueblo de la frustración y la desesperanza. Desde allí nos expulsan en camiones como animales», dice Wilson.

Muchos de los que van de regreso acuden a la parroquia de Nuestra Señora del Níger en Gao. Allí, el padre Anselmo Mahwera, de Tanzania, lleva varios años atendiéndoles, como a Ibrahim y Youssef, los dos de 31 años. Han vagado cinco meses por Malí, Argelia, Libia y Níger. Vuelven a sus casas cerca de Bamako sin dinero ni cuerpo para seguir intentando la aventura extranjera.

«Queríamos trabajar en Libia, pero poco después de cruzar la frontera desde Argelia nos detuvieron y estuvimos dos semanas en la cárcel. Al final, nos expulsaron hacia Níger», relata Youssef. En el pasaporte de su amigo no hay ningún sello que refleje los cambios de frontera. Todos sus paseos han sido de clandestinos.

El cura tiene una moto con la que se mueve por los arenales de Gao y dos teléfonos móviles que no dejan de sonar. A menudo son emigrantes clandestinos que reclaman su ayuda desde los más remotos lugares.

Al día siguiente de nuestra primera cita con él aparece otro grupo en la parroquia. Cuatro senegaleses, dos gambianos, dos malíes y un guineano. Nuevamente relatan un asalto, también ocurrido en otra localidad fronteriza argelina. Esta vez es Bordj – Mokhtar .

Dos de los integrantes del grupo están heridos. Un malí lleva la mano vendada. El guineano, que se llama Yacuba y tiene 20 años, tiene una brecha en la cabeza. Habla muy bajo. «Me dieron con un palo en la cabeza. La Policía me llevó al hospital a que me curaran antes de expulsarnos hacia Malí». «O nos dais todo lo que tenéis u os matamos», explica Ismail Idibé, un gambiano de 22 años, locuaz y decidido, que pretendía llegar a Italia por Libia. «Era la una de la mañana y entre 20 y 30 nos encontrábamos en la casa cuando entraron. Iban con cuchillos, palos y hasta con gases lacrimógenos». «En cuanto pueda vuelvo a intentarlo», añade.

El catecismo de Anselmo


Todo el grupo ha acudido al padre Anselmo, cuya labor tiene más que ver con la asistencia al necesitado que con la evangelización. Les facilita, dentro de sus posibilidades, ropa, atención médica, alimentación y ayuda económica para regresar a sus lugares de origen. «Ayudo al que sufre, aunque la mayoría sean musulmanes», dice sin demasiado ánimo de darse protagonismo.


Pero tras tirarle un poco de la lengua el padre habla. Y mucho. Nunca olvidará su viaje a Tin – Zawatine, esa localidad argelina que Wilson y muchos emigrantes consideran un horror de la emigración. «Me encontré con 64 emigrantes. Sólo 16 quisieron venir conmigo. Los demás preferían morir en el desierto antes que dar marcha atrás». «Las leyes hay que cumplirlas, pero no se suelen hacer para ayudar a los hombres», comenta el religioso de la reciente directiva migratoria europea. «Europa tiene derecho a protegerse, pero deben preguntarse qué pasa en África», concluye. Ése es su catecismo.

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