De zoquetes

La Vanguardia, Miquel Molina , 16-09-2008

Denostar la escuela se ha convertido en un desahogo recurrente: lo justifica todo
enostar el sistema educativo se ha convertido D en un desahogo recurrente en tiempos de diagnosticada perplejidad. En la misma medida en que aumenta nuestra intolerancia hacia determinados comportamientos del mundo adulto, volvemos la vista con ojos inquisidores hacia la educación que no tuvimos. O lo que es peor, hacia la educación que nuestros hijos, sospechamos, no tendrán. Ocurre como si a estas alturas se estuviera asentando a nivel colectivo una exigencia rousseauniana de la función educativa: reivindicamos que se restituya en las aulas una pureza natural, y que esto suceda en un entorno social desprovisto de la maldad, las pasiones y la desigualdad que con tanto esmero cultivamos los mayores. A fuerza de repetir tan a menudo que la educación es un desastre, ya no nos conformamos con menos. Y luego está la nostalgia por la educación perdida. La tendencia a recordar la escuela del pasado como una institución garante del buen orden, capaz por sí misma, aunque en sintonía con las familias bien estructuradas de siempre, de evitar las conductas juveniles desordenadas que tanto desasosiego nos generan.

No escasean los argumentos cuando se trata de justificar por qué estamos tan lejos de esa escuela incorrupta que se levanta sobre un montículo aislado en un paraje de ensueño. El camino aparece plagado de escollos: una maraña legislativa (cinco leyes diferentes en democracia, y sumando), la presión demográfica derivada de la inmigración, la miseria presupuestaria, la desmotivación de unos profesores mal pagados y peor valorados, la burocracia de la administración educativa, la rigidez sindical, el desajuste entre los viejos hábitos educativos y una realidad cada vez más sustraída por lo virtual, la deriva de la institución familiar, dirán algunos aferrados a los hábitos más tradicionales… Se extiende la sensación de que son demasiados los obstáculos. Y en el microcosmos catalán, con el agravante de que estamos tan habituados a compararnos con territorios del entorno – y con el rasero de nuestras propias expectativas- que tendemos temerariamente a la autoflagelación, como quedó constatado el sábado en estas páginas.

Bien mirado, en las encuestas a las que sometemos a nuestros escolares para certificar que no dominan las viejas matemáticas podríamos incluir una pregunta sobre su capacidad de predecir la marcha de la economía, o sobre la ética de algunas aventuras empresariales. Con los resultados en la mano, seguro que también acabaríamos culpando al sistema educativo de haber formado a los zoquetes que han sembrado España de castillos de hormigón sin acordarse de que antes había que poner los cimientos.

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