Agosto

Gara, 01-08-2008

El autor dirige su mirada hacia el gris paisaje actual, que hipoteca viviendas y agosta futuros. Con su habitual estilo, describe desde un realismo sin miramientos una coyuntura en la que «aturde la mordedura del paro y el dinero miedoso se esconde». Repara en el drama de la inmigración, cuando habla de «esos negros que, agotados por la sed, tienen al océano por cementerio». Y habla igualmente de corrupción, de especulación, de conculcación de derechos… de ese «mundo al revés» que es «una interrogación siniestra, sin respuesta alguna».

Usan las palabras con muchos sentidos que siempre fueron propiedad de muy pocos, y con ellas disfrazan, ocultan, quieren apaciguar nuestra rabia, para someterla a doma o domesticación.

El capitalismo puro y duro, el de siempre, ofreció el cebo del dinero barato, tendieron las redes de pesca de las hipotecas que luego serían rica cosecha aunque forzados grilletes para la gente pobre, y con ello cubrirían los balances generosos de fin de año los bancos. Provechos que según la «escolástica tomista», la del «nacional catolicismo», la que nos enseñarían como precepto dogmático cuando mandaba «Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios», entrarían en la calificación de «préstamos leoninos». Es decir, castigados los réditos excesivos (decían mas del 5%) con pecado mortal. Y vinieron más y más estropicios, teorías de Keynes, de la escuela de Filadelfia, etcétera, que hemos de admitir a ojos ciegas, como lo inexorable de «doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder», y a nosotros como consuelo nos toca «oír ver y callar», el «palo y tente tieso», y el voto.

Aún así todo, nos queda el alivio de saber que, para viajar por el caos de los números, se nos enseñó a leer de corrido, a juntar letras con esfuerzo, y así librarnos en algo de la condición heredada de hijos de cabrero, cavadores de sol a sol, labrantines adeudados, que componían aquella oscuridad del ochenta por ciento del grupo estadístico de «no firma por no saber, y lo hace por mano ajena».

De lo que no estoy seguro es de si estamos mejor o peor, si sabemos o no entender e interpretar las sentencias judiciales, los informes médicos, las oscilaciones de la Bolsa y su porqué, las predicaciones de esos «picos de oro», que se empeñan en darnos todo comido y mascado, como pienso compuesto para descargo de nuestras entendederas, despreciando la autonomía debida para pensar y decidir por cuenta propia. Dudamos en lo más hondo, los hijos de cabrero, de viñador o de arriero sobre cuanto nos rodea, y ya algo es algo.

Pero al mismo tiempo repaso noticias atrasadas y sigo entendiendo nada. He conocido otros agostos en que no había tantas guerras, parecía que con la ONU habían acabado todas, pero se multiplicaron y reprodujeron como epidemia endémica, copia fiel del Medievo. No tenía tanto país el mapamundi, tanta frontera dibujada con pluma y cartabón, tanta disputa a resolver, no con flechas o piedras sino con armas sofisticadas, juguetes en manos de quien acababa de salir de la selva habitada por espíritus en los huecos de los árboles. Las suministraron, las suministran, las multinacionales judeo – cristianas ávidas del petróleo de Obiang, de las maderas de Níger, las esmeraldas de no sé qué país africano, la negritud expulsada por el hambre de tierras que ya eran suyas, desde que Javeh creó al hombre del barro, y a la mujer de una de sus costillas. Esos negros que, agotados por la sed, tienen al océano por cementerio.

Al hacer este exordio o cavilación, cualquiera sabe que transito por país y tiempo que ya no existe, no es el mío, y si me refugio en el pasado es porque me busco y a pedazos me encuentro en desparramadas cenizas, barco astillado. Y en este agosto, además de lo que se avecina, leo, oigo, me dicen, cosas que carecen de sentido, o si lo tienen es como si hubiesen sido recogidas en libro de sucesos imaginarios, difícil de creer por quien carezca de brújula orientadora en el descamino. Parece que la historia de los hombres, desde el principio de los tiempos, la hubiera escrito sin enmienda la misma mano, y su relato es igual a sí mismo, una repetición que de no estar amasada con sangre y muerte sería un sarcasmo.

Sé que poco o nada puedo hacer para aligerar el drama de los parados, los sin casa, los hipotecados, los jubilados, las viudas, los sin papeles ni derechos, víctimas del fantasma que llaman «recesión», «desaceleración», «enfriamiento» y en el horizonte «crisis». Como hijo de la guerra, la del 36, siento miedo de que aquel tiempo pueda volver, y diré con aquel abuelo que conocí y que al nacer cada nieto exclamaba: «ay, hijo, a qué mundo has venido, a qué mundo».

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