Sociedad

Los conquistadores de la muralla

El Mundo, LUIGI BENEDICTO BORGES, 25-07-2008

Un grupo de vagabundos de origen africano y latinoamericano malvive en el patio de un albergue de la Cuesta de Ramón en condiciones insalubres. Los vecinos se quejan de ruidos y olores Un albergue de baja exigencia gestionado por un solo cura y algunos voluntarios da refugio a casi dos centenares de inmigrantes a los pies de la Catedral de la Almudena, junto a la muralla árabe y el parque del Emir Mohamed I. Las cosas cambian una vez pasa la noche de San Juan. Cuando el sol toma el protagonismo, el albergue cierra, y sus usuarios se quedan en la calle. Literalmente. El patio del albergue, que conecta por unas escaleras con el parque del Emir Mohamed I, cerrado al público, se convierte entonces en el hogar de 18 personas.


La mayoría de los habitantes del mismo son inmigrantes africanos, aunque también pasan los días y las noches en el terraplén algunos ciudadanos de origen suramericano. Isaac es uno de ellos. Dejó su Ghana natal hace ocho años. Cuando llegó a Madrid siguió los consejos de un amigo y se dedicó a arreglar los papeles mientras trabajaba de guardia forestal. Pero se quedó empantanado en la burocracia y ahora tiene como hogar un colchón sin sábanas y los restos de un sillón de una franquicia sueca.


«No entiendo cómo la gente puede obviar que todos somos humanos y te insulten por ser negro, cuando en Africa todos los blancos son tratados con respeto», protesta sentado en una silla de paja. Considera que ya está «harto de vivir en la penuria, viendo como muchos no entienden que la gente viene a Europa a trabajar y no a robar y que a nadie le gusta vivir en la calle».


Dentro de las tragedias particulares, la marroquí Fátima, una mujer de mediana edad, carga con una de las peores. Entre otras cosas, porque junto a sus penas se suman las de su hijo Yassim, un joven de 22 años que sufre esquizofrenia.


«Llegué a España en 1977 desde el Atlas. Mi primer contacto con el país son las visitas que hacía Franco a la zona, a unos terrenos que eran de mi familia», narra compungida, vestida con una camiseta blanca de publicidad y unos pantalones elásticos desgastados por el uso.


Yassim ha sufrido varias crisis que han puesto a su madre entre la espada y la pared. Desesperada, ha llegado a ir a la Puerta del Sol a mendigarle a sus compatriotas, quienes se han solidarizado con ella como han podido. «Suelen ser jóvenes que tampoco tienen nada, pero hacen lo que pueden, dándote dos o tres euros», comenta Fátima casi susurrando. Mientras, su hijo pasea sin camisa por las distintas tiendas de campaña, golpeándose la mano izquierda con su puño derecho y con los pantalones medio bajados. A Fátima le han prometido que su hijo será ingresado y recibirá tratamiento, que ya no volverá a sufrir por no tener dinero para darle sus medicamentos.


Pese a todo, no suele haber muchos incidentes entre ellos, aunque algunos denuncian que los vecinos los culpan de todos los males. «El otro día se celebró en la Almudena una boda de postín, y cuando salieron los novios comenzaron a lanzarse decenas de cohetes. Tantos que el terraplén superior de la muralla se quedó calcinado. Si llegamos a ser nosotros los causantes, los bomberos no vienen, lo apagan y se van, como hicieron ese día. ¡Nos habrían detenido a todos! Y además, ahora muchos vecinos se creen que lo hicimos nosotros, como si en verano hiciera falta hacer hogueras», protesta El Cambalache.


Este hombre es una especie de patriarca. Sentado junto a una cocina improvisada, sus palabras son escuchadas con atención por El Bolivia. Joven, bien parecido y siempre con una sonrisa en los labios, este veinteañero ejerce de mascota de este campamento de la pobreza. Va dando saltos aquí y allá, ha improvisado un columpio en la rama de un árbol y, al parecer, es un campeón jugando a las damas.


«¡Cinco, cinco órdenes de expulsión tengo ya!», presume con sorna mientras enseña la última, lograda, según su testimonio, «por estar sentado por fuera de las verjas del parque a verlas venir». «Un policía novato estaba seguro de que iba a tener droga, y como no fue así y le eché un par de bromas, acabé en el calabozo», dice como si nada. Sabe que no la va a cumplir, pero que tampoco le quita el sueño. «Peor que ahora no me va a ir», concluye.


Ni la Iglesia, ni las ONG, ni Cáritas… Para ellos ya no hay esperanza en ninguna institución. Ni en los vecinos. Ahora el edificio que se encuentra sobre su cabeza está en obras, y ya nadie se presta a dejarles ropa o comida. Y los males no acaban ahí. Hasta hace poco contaban con una tubería que aportaba agua. Una avería la inutilizó hace una semana. Nadie ha ido a arreglarla. Ahora, para llenar las botellas de plástico deben acudir a un parque cercano, situado a un kilómetro. El aseo personal obliga a un recorrido mayor, con parada final en las duchas públicas de Embajadores.


«El mundo nos ha dado la espalda. El Ayuntamiento y el Gobierno han decidido que lo mejor es hacer como si no existiéramos. Sin embargo, gozamos de algo de intimidad. Nos conocemos entre todos y apenas hay problemas, pero al mismo tiempo nos sentimos como si estuviéramos en el limbo, en un lugar apartado del mundo que no le interesa a nadie», filosofa El Cambalache.


No piensan igual algunos vecinos de los alrededores, que se quejan del mal olor y del ruido. «Lo he denunciado en la Plaza de la Villa, pero nadie me hace caso. Hasta la Policía Nacional y Municipal me reconocen que no tienen potestad para hacer nada», afirma Antonio, que cada vez que sale a pasear a la Casa de Campo se encuentra con «un espectáculo increíble».


«Entiendo que no tengan a dónde ir, pero a nadie le gusta tener un nido de pulgas bajo su ventana», concluye otra señora, que cree que «todo ha ido a peor en el barrio» desde que aparecieron los nuevos conquistadores de la muralla árabe.

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