Falsos culpables

El Correo, 20-07-2008

Uno de los remedios más habituales para conjurar la ansiedad es la búsqueda de víctimas propiciatorias. En estos tiempos de crisis algunos políticos parecen haber concluido que los inmigrantes son los candidatos ideales para ese menester. Lo tenían fácil, ya que esos forasteros no votan en las elecciones generales y, además, muchos españoles piensan que hay demasiados. En realidad, en términos porcentuales, nuestra situación no es distinta a la de otros socios europeos. La diferencia radica en que su llegada se ha producido en un breve lapso de tiempo, quizá demasiado breve para un país como el nuestro. Un país tradicionalmente exportador de mano de obra, que arrastra una identidad nacional perpleja. Ese lastre cultural ha agudizado el temor a que ‘gente de fuera’ ponga en peligro nuestro estilo de vida. Lo cierto es, sin embargo, que esa gente es la mejor apuesta para garantizar su futuro.

España necesita a los inmigrantes por razones económicas, sociales y culturales. En los últimos años hemos contraído con ellos una enorme deuda de gratitud. Les debemos buena parte del crecimiento registrado por el PIB en estos años de bonanza. Sin estos extranjeros el proceso de convergencia con Europa en PIB por habitante no hubiera sido posible. Gracias a ellos hemos podido eludir el declive de población al que nos hallábamos abocados. Su venida ha aportado en la última década más de cuatro millones de personas a nuestro caudal demográfico. Han dejado, asimismo, su huella en el número de nacimientos, contribuyendo así a elevar nuestra paupérrima tasa de natalidad. Lo que no puede la inmigración es revertir la tendencia al envejecimiento de la sociedad española. Según las proyecciones del INE, en 2050 el porcentaje de personas de 65 y más años será casi el doble del actual.

De ahí se desprende que este flujo humano aplaza, pero no resuelve, la crisis del sistema público de pensiones, ya que estos trabajadores se jubilan. Lo que sí puede hacer, si somos capaces de integrar satisfactoriamente a sus componentes, es colaborar al sostén del Estado del bienestar a largo plazo. Su contribución ha sido, de momento, decisiva para acabar con los números rojos en las cuentas del sector público. La Comisión Europea, a pesar de la crisis, prevé que su saldo fiscal siga siendo positivo en los dos próximos años. Pero ese saldo se reparte de manera desigual entre comunidades autónomas, debido a la concentración geográfica de sus asentamientos y a las ineficiencias del sistema de financiación autonómico. Conviene recordar que, mientras la Seguridad Social es competencia exclusiva del Estado, sanidad y educación – derechos universales, incluso para los que carecen de ‘papeles’ – corren a cargo de las comunidades.

Los inmigrantes también han influido en el mercado laboral, atendiendo las necesidades de una economía en expansión y facilitando la incorporación de la mujer al trabajo. En la mayoría de los casos han ocupado aquellos puestos no deseados por los nativos, debido a su carácter precario y a sus bajos salarios. Han sido el ‘ejército de reserva’ sobre el que se ha cimentado un modelo de crecimiento basado en la construcción y en servicios de escaso valor añadido. Su situación en esta etapa de crisis es sumamente vulnerable, ya que su tasa de temporalidad ronda el 60%. A esto se añade la existencia de más de un millón de irregulares, que, al no haber cotizado a la Seguridad Social, no tienen derecho a prestación por desempleo. Cabe esperar, por tanto, un aumento de la economía sumergida y de la exclusión social, que pondrán a prueba las políticas de las distintas administraciones públicas.

A este estado de cosas hemos llegado porque, al no contar con una política de inmigración, las leyes de extranjería han cambiado al son del oportunismo. De hecho, la mayoría de los trabajadores extranjeros ha iniciado su andadura por vías irregulares, refugiándose en la economía sumergida, que representa en torno al 20% del PIB. Como no se cumplía la ley, la realidad se ha impuesto a través de seis regularizaciones de ‘sin papeles’, provocando el denominado ‘efecto llamada’. Ahora que la recesión toca a la puerta, el Gobierno ha optado por endurecer su política, amparándose en la inicua directiva de retorno de ilegales e incentivando la vuelta a sus países de los que sí tienen permiso. La efectividad de esas iniciativas es, sin embargo, dudosa, dado el atractivo de los servicios prestados por el Estado de bienestar y el creciente número de inmigrantes – cerca de millón y medio en 2006 – con derecho a reagrupación familiar.

Partiendo de que necesitamos a los inmigrantes, sería deseable alcanzar en esta materia un pacto de Estado lo más amplio posible. Este acuerdo debería diseñarse considerando nuestra capacidad de acogida, para lo cual se requiere una ordenación realista de los flujos de entrada. Sería conveniente, asimismo, facilitar la integración de los que ya poseen permiso de residencia. Un paso en la buena dirección es la propuesta del PSOE de conceder – en los términos fijados por la Constitución – derechos políticos a los extracomunitarios. En cuanto a la llegada de irregulares es preciso ponerle coto, siendo más beligerantes con la economía sumergida. No estaría de más, por último, hacer pedagogía positiva del fenómeno, a fin de ir aprendiendo el difícil arte de vivir en la diferencia. Es puro sentido común, ya que, si se cumplen las previsiones, en 2050 un tercio de la población española provendrá de la inmigración.

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