REPORTAJE: Violencia en la calle

La impaciencia de los vietnamitas

El hombre asesinado por unos orientales en el centro la semana pasada acosaba a los vendedores nocturnos de comida, que decidieron vengarse

El País, GUILLERMO ABRIL, 02-07-2008

Quizá usted los haya visto. Bajitos, con ojos rasgados, sin hablar palabra de castellano. Los típicos chinos, pero eran vietnamitas. Solían pasar la noche en el cruce de Gran Vía con la calle de Valverde. Dos o tres de ellos. Vendedores de alimento para aves nocturnas. “Tallarines, bocadillos, cerveza fría”, gritaban a partir de medianoche, cuando el grupo de prostitutas negras se sienta a charlar en la esquina. La semana pasada, cinco de ellos dieron una paliza a un brasileño y un portugués. El de Brasil, Luciano, se llevó la peor parte. Tras los golpes, le clavaron un cuchillo por la espalda. Lo mataron de un tajo estrecho y profundo. Un tercero, de nacionalidad checa, se esfumó ileso de la escena después de murmurar “mi amigo, mi amigo”, y ser atendido de una crisis de ansiedad, junto a un charco de sangre y un vómito, frente al 27 de la calle de Fuencarral. Eran cerca de las cuatro de la mañana.

Los vendedores ambulantes del barrio aseguran que no fue un suceso espontáneo. Los vietnamitas llevaban unos días esperando a Luciano. Unos en la calle, con la mano en el teléfono móvil; otros escondidos, con bates y cuchillos, aguardando la llamada. Se la tenían jurada al brasileño, dicen, porque solía pasar por allí de madrugada, ebrio. Un vacile, y se llevaba sin pagar una de las bolsas repletas de cerveza y comida. Su mercancía.

Una mujer china de pelo corto, con su tenderete de cartón en una esquina de Fuencarral, describe cómo vio enfilar su calle a los tres amigos. “Brasileños”, dice. Para ella, los tres lo eran. Entraron por Gran Vía y cruzaron por delante de ella. Allí, según una de las versiones de los testigos, el trío se juntó con un grupo de prostitutas para repartir el botín hurtado a los orientales de Valverde con Gran Vía y echar unas risas. La mujer añade que después vio pasar a un grupo de vietnamitas armados.

La vendedora se queda rígida para expresar su reacción. Dice que a ella también le suelen robar y que entonces mira para otro lado. Baja la mano a la altura de la cintura. Cuatro veces, una por cada hijo. Luego se pasa un dedo por el cuello. No se va a jugar la vida por unas cervezas.

“Los vietnamitas no son violentos, pero tienen menos paciencia”, contaba un vendedor de la zona, donde los robos de latas de cerveza y comida son habituales. Sobre todo a partir de las tres de la mañana, de lunes a domingo. Suelen ser extranjeros del Este y latinoamericanos ebrios, dicen los afectados. Los vendedores de género sobre cartón son un blanco fácil, y tragan. Sin papeles, sin hablar castellano, con un puesto ilegal.

“¿Policía? No, no”, dice otra vendedora china de Fuencarral sin mover apenas la mandíbula. Sube la barbilla y enseña una cicatriz. Recuerdo de un golpe en un forcejeo, cuando le quitaron una bolsa con el género. “Robos, todos los días”. Si tiene un “problema”, grita para que los compañeros la oigan. Se despide haciendo tintinear las monedas en el bolsillo del vaquero. A buen recaudo, nunca detrás.

El negocio de la venta ambulante es suculento en esta zona caliente. Desde Sol, Huertas y Gran Vía, de camino a Chueca y Malasaña. Una arteria para noctámbulos. Un vendedor puede ganar 200 euros en una noche media. Un viernes bueno, 500. Así lo asegura otro mercader vietnamita que lleva más de 20 años en España. Sábados y domingos de madrugada vende con sus padres lo que les sobra en el restaurante. Cada asiático tiene su método. Muchos son dueños de tiendas de alimentación en busca de un sobresueldo. Otros preparan bocadillos y tallarines en casa. Ha habido peleas por el territorio, sobre todo entre vietnamitas y chinos. “No es una cuestión de mafias, sino de lucha por la mejor esquina”, decía el habitual del fin de semana. Todo queda entre asiáticos.

“Jamás hemos recibido una denuncia de los vendedores asiáticos”, aseguran en la Jefatura Superior de Policía. “Es normal; el 100% son irregulares, y venden de forma irregular”. Una intérprete china que trabaja para la policía dice que en alguna ocasión sus compatriotas le han trasladado quejas. “Recuerdo a una que me contaba que le robaba mucha gente. Iban a por ella por ser china. ‘Chinita, chinita’, le decían. Vende en Huertas”.

En este barrio, de espaldas a Sol, Luciano se tomó el último trago de su vida. Desde los bares de la calle de Victoria, el brasileño, el portugués y el checo se dirigieron a Malasaña para continuar la juerga, según cuenta un amigo de la víctima. Cerca de Gran Vía, según esta versión, el luso se paró en un puesto ambulante y pidió una chocolatina. Los vietnamitas quisieron cobrarle “seis euros”. Él pidió una rebaja, bromeó con llevarse la chocolatina. En ese instante, según ha contado el portugués, alguien lo tiró al suelo. Luciano acudió a defenderlo, con su metro ochenta y su corpulencia tatuada. Hasta que lo apuñalaron.

El portugués, Ricardo, de 27 años, salió del hospital con la nariz partida. Aquella noche, cinco asiáticos fueron detenidos. El portugués y su amigo checo, si aparece, se enfrentarán a ellos tras un cristal, en una rueda de reconocimiento.

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