De Persmsky al Guinardó

El País, MARITZA GARCÍA, 27-05-2008

No les dio tiempo de nada. De nada. Tan sólo de coger una maleta, empacar lo que tenían a mano y huir muy lejos. Dejaron la Rusia de Putin porque en los últimos años se volvió insoportable aguantar la persecución contra aquellos que no son eslavos. Víctor es un joven de 30 años, ruso y judío, quien a raíz de la caída del comunismo constató el resurgimiento de xenofobia en la ex Unión Soviética.

Durante su estancia de dos años en la Universidad cuando estudiaba Derecho, tuvo que acostumbrarse a la presencia de policías infiltrados que amedrentaban a jóvenes con rasgos étnicos diferentes. Hubo asesinatos y desapariciones perpetrados por grupos neofascistas; entonces abandonó la escuela y se mudó de ciudad, pero a donde iba le señalaban y lo detenían, a pesar de ser ruso, para pedirle documentos. Un día lo aprehendieron y torturaron por su apariencia física. “Me tuvieron dos días encarcelado torturándome y mi hermano dio mucho dinero para que un médico certificara que como consecuencia de los golpes necesitaba ir urgentemente a un hospital, y cuando estuve en la clínica me pude escapar”.

Permaneció escondido en casas de amigos hasta que pudo huir del país en 2001, y después de peregrinar algunos años por Europa, se reunió con Olga y Alina, su esposa y su hija. Finalmente, llegaron a Barcelona hace más de un año en calidad de refugiados. Les encontré un domingo cuando Olga cortaba las patatas frente al paisaje de la ciudad que se descubre desde la terraza de su nuevo hogar en el barrio del Guinardó, nada parecido a la región de Permsky, a la que ella pertenece. Se trata de la parroquia de la Mare de Déu de Montserrat, a cargo del sacerdote Albert Sols, quien los recibió sin preguntar mucho y los instaló en el piso anexo al templo, que desde hace varios años se ha convertido en guarida de necesitados.

El presbítero Albert Sols es un sacerdote poco convencional, es profesor de Derecho en la Universidad de Barcelona, bromista y dicharachero, no le importa saltarse los formalismos para socorrer a los marginados, a veces usa palabrotas cuando denuncia la injusticia y respeta que sus huéspedes no asistan a misa, pues “en la parroquia han vivido africanos musulmanes, latinoamericanos de la Iglesia adventista, judíos, ortodoxos y mucha gente de otras religiones que buscaban un techo donde dormir. ¡Creo que yo soy el único católico aquí!” , dice con una carcajada y explica: “Mira, este piso es un lujo y prefiero cederlo a estas familias que llegan tan apuradas. Yo duermo en aquella habitación pequeña que ves por allá”.

Olga continúa preparando las remolachas y cuenta que, a pesar de ser eslava, en Rusia la insultaban por estar casada con un judío: “Antes no me daba cuenta de la xenofobia que existe en mi país porque sólo me juntaba con rusos eslavos, y desde que me casé con Víctor, me llamaban en la calle puta y a él le gritaban insultos horribles que no existen en castellano. Lo acompañaba a todas partes porque tenía miedo de que le hicieran algo”, recuerda.

Olga es campeona de atletismo en Permsky, y quizá por eso, la vida le parece también una competición. Trabaja como camarera en un hotel y su meta es terminar los estudios de Derecho que una vez empezó. Víctor se gana la vida como lampista, y si hubiera permanecido en su país, sería abogado, o tal vez formaría parte de la abultada cifra que registra Amnistía Internacional de asesinatos, que se producen anualmente por motivos raciales en Rusia, donde actualmente operan más de 150 grupos extremistas.

Las últimas medidas persecutorias de inmigrantes aprobadas en Europa, les recuerdan los momentos que ya vivieron, cuando, bajo una crisis económica, gobiernos y sociedad se lanzan a la caza de supuestos culpables: “Vivíamos mejor bajo el comunismo, después empezaron los problemas porque había que buscar culpables, y ésos éramos nosotros, los que somos diferentes”.

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