Un amigo viajero mide la prosperidad de los países por lo que llama «el test del váter». A su juicio, el estado de los lavabos de bares y restaurantes es un indicador certero de la prosperidad de las naciones. En Italia los baños son correctos, pero vetustos, sobados por el tiempo. Otro tanto ocurre con sus hoteles y trenes. En general deja el sabor de un país todavía grande, pero que se trabó y empieza a vivir de rentas.

La economía española acaba de superar a la italiana, pendiente de reformas que nunca llegan. La Mafia sigue constituyendo un estado dentro del Estado: no pasa mes sin una vendetta truculenta. La política recuerda las profecías de Orwell: el presidente es el hombre más rico del país y modula a su antojo a la opinión pública, porque es también el dueño de las televisiones y la prensa influyente. Berlusconi parece ocurrente y resolutivo. Pero ya ha mandado varias veces y no ha arreglado nada. Incapaz de solventar lo esencial, distrae al pueblo con señuelos. Unas veces son populacheros o machistas (sus trangalladas con la ministra cañón). Otras, reaccionarios y execrables, como la campaña de caza del gitano rumano.

En Italia hay cuatro millones de inmigrantes, de los que solo 150.000 son gitanos rumanos. Pero el Gobierno ha decidido que esa minoría, en la que sin duda habrá algún mangante, es el gran problema de un país donde la Mafia sigue campando a sus anchas.

El eco ruin de los pogromos y las cazas de brujas vuelve a la Europa rica. Italia, con barrios italianos por medio mundo, persigue ahora a los que van allí a ganarse el pan. Más discretamente, en otro país de emigrantes, Galicia, ha comenzado también a señalarse al distinto, al gitano. Pero es seguro que los gallegos no nos deslizaremos por el tobogán de la xenofobia. No nos pega; ni por temperamento ni por historia. Aunque últimamente quizá estamos comenzado a embelesarnos demasiado con la pureza del ADN nacional.