OPINIÓN

Inmigración y derechos

Diario Vasco, , 17-05-2008

La detención en Italia de 400 ciudadanos extranjeros en situación irregular, un centenar de los cuales serán expulsados, constituye un elocuente anticipo del plan de endurecimiento de la política hacia los inmigrantes que está a punto de formalizar el Gobierno de Berlusconi y que sopesa convertir en delito penal la simple entrada clandestina en el país. Un alto responsable de la Policía italiana justificaba ayer la masiva redada en la necesidad de combatir «los delitos que suelen estar ligados» al fenómeno de la inmigración ilegal. Esa asociación vincula peligrosamente ambos factores y explica las sospechas que ha despertado un proyecto normativo cuya inspiración parece procurar más la represión de los ciudadanos indocumentados que la lucha contra la criminalidad, que es lo que debería ser objeto en todo caso de persecución penal. De ahí que las manifestaciones del ministro de Interior, apelando a la contención y condenando los ataques racistas perpetrados contra los campamentos de los gitanos rumanos en Nápoles, resulten un ejercicio de responsabilidad y mesura tardío cuando en el extremo opuesto los aliados de Berlusconi de la Liga Norte y el propio alcalde de Roma han avalado que los ciudadanos se defiendan si el mismo Estado que ellos representan no preserva su seguridad.
El Ejecutivo italiano deberá sopesar ahora si modula su reforma ante los recelos que suscita en la oposición, en la Iglesia y en el presidente Napolitano, además de por la contradicción que podría suponer su actitud hacia los ilegales procedentes de un estado miembro como Rumanía con el respeto a la libre circulación de ciudadanos en la Unión Europea. Una situación que en todo caso reclamaría una serena reflexión y no una actitud demagógica que tratase de encender las peores pasiones de la ciudadanía italiana. Sin embargo, el dilema al que se enfrenta el país transalpino no tiene tanto que ver con la imposibilidad de que el Gobierno pueda argumentar en razones de «necesidad y urgencia» las medidas previstas, y sí con el papel como garante de los derechos humanos que debe asumir el Estado democrático.
La problemática que comporta la presencia en la Unión Europea de alrededor de ocho millones de ciudadanos sin el amparo que les conferiría un estatus regularizado no sólo no puede soslayarse, sino que resultaría hipócrita abogar por una lucha más eficaz contra las mafias sin admitir el efecto disuasorio de las repatriaciones. Pero la transformación de esas irregularidades en una infracción penal introduciría una excepcionalidad que convertiría ‘de facto’ a los ciudadanos ilegales en delincuentes, lo que agravaría su indefensión y supondría la renuncia del país que les acoge a aplicarles las mismas garantías que a sus propios ciudadanos, en este caso italianos. La coincidencia de la tensión en Italia con el debate inconcluso sobre la nueva directiva europea contra la inmigración irregular debería llevar a los países menos predispuestos a endurecerla, como España, a reivindicar el necesario equilibrio entre la protección de derechos y el combate contra el delito, más allá de las imprudentes declaraciones de la vicepresidenta De la Vega tildando de xenófoba la estrategia de Berlusconi, impropias de quien representa a un gobierno en relación a otro de un estado democrático.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)