La Unión Europea ha debatido las nuevas normas que regirán el retorno de los emigrantes sin papeles. Antes de decir que se ha endurecido el juego conviene aclarar que no se trata de un juego, sino de un drama que afecta a unos ocho millones de personas.

¿Cuántos volverán, no sólo con la frente marchita como en el tango, sino con los bolsillos vacíos? Aquí ganaban un dinero que abultaba mucho una vez traducido al idioma bursátil de sus países de origen.

Le pasó lo mismo a los inmigrantes españoles que se fueron a trabajar a Alemania y a Bélgica. Si hacían cuentas no se gastaban nada: con lo que allí valía un bocadillo de esos llamados ‘perrito caliente’, en su pueblo natal podían comprarse medio cordero a su temperatura ideal. La gente que se va fuera no se olvida ni de la familia ni de los precios que se quedaron dentro.

No hay que repetir que el problema no es de fácil solución. Aquí no cabe todo el que quiera venir. Pero por no tener papeles no se deja de ser una persona, aunque se le embale para devolverlo a su país de origen, para compensar. Actualmente llegan a la vieja Europa casi un millón de jóvenes sin permiso cada año. Se disponen a desempeñar cualquier trabajo, pero no están dispuestos a irse.

Han atravesado el mar en esas pateras que tienen vocación de ataúdes, burlando el cementerio marino. Algunos son “menores no acompañados”. Quien tenga la solución adecuada no debe retrasar ni un minuto más hacerla pública.

Según las estadísticas más solventes ahora hay más de medio millón de extranjeros en paro en nuestro país. Invitarles obligatoriamente a irse por donde han venido no es la oferta mejor que pueden recibir. La mayoría se han adaptado al modo de vida español y a nuestras costumbres. Al parecer, una de las que encuentran más agradables es esa de comer un par de veces al día.