EL RETO DE LA INMIGRACION / Las iniciativas ciudadanas

Exodo, muerte y resurrección de los habitantes del 'pueblo-cayuco'

El Mundo, Olga R. Sanmartín, 07-04-2008

El cementerio de Thiaroye- sur-Mer es de los más vacíos de toda Africa. Los habitantes de este suburbio al sur de Dakar no se mueren de vejez, de enfermedades o de hambre. Sus vidas se las lleva el mar y allí se quedan los cuerpos. Esta localidad pesquera de 42.000 habitantes viene a ser como un cayuco gigante: todo el mundo ha perdido a un hijo, a un marido, a un nieto o a un hermano en la invisible autopista marina hacia Canarias.

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Aquí nació la inmigración emigración, dicen ellos subsahariana clandestina. Aquí comenzó el boom de las rutas de la muerte que, en 2006, se cargó a 600 jóvenes del pueblo que trataron de recorrer 1.500 kilómetros en la temporada equivocada y sin ninguna experiencia náutica. Aquí llegan algunos turistas europeos para ver de cerca esta especie de museo de los horrores del cayuco: «A la derecha, la primera pirogue que llevó emigrantes a España; a la izquierda, la más antigua del pueblo; no se pierdan, en segunda fila, la que lleva bandera catalana»…

En la bulliciosa pero letal playa de Thiaroye-sur-Mer se mezclan las vendedoras de limones con las nasas de pesca, las ratas muertas con la ropa desperdigada por la arena, los pelícanos con los niños que juegan a hacer carreras y se bajan los pantalones para hacer sus necesidades en la orilla. Parecería una verbena, si no fuera porque de los cayucos cuelgan, en vez de cadenetas, putrefactas hileras de algas.

Los críos se suben sin miedo a esas embarcaciones de colores chillones que son, a la vez, metáfora de prosperidad y de decadencia. Desde tiempos inmemorables se han usado para pescar, para llevar riqueza al pueblo. Hace un par de años se reinventaron para huir del hambre y, si acaso, para morir en el intento, de una forma tan suicida como desesperada. La consigna más repetida en Thiaroye-sur-Mer reza así: Barça ou Barçakh [muerte]. O uno consigue llegar a la idealizada Barcelona o se conforma con alcanzar el más allá durante la travesía.

Pero las cosas están cambiando en este pueblo, cuyos vecinos se han decidido firmemente a erradicar unos viajes que cada año dejan centenares de víctimas. Recorrer Thiaroye-sur-Mer es ir de un lado a otro en una historia de éxodo, muerte y resurrección.

El éxodo se produjo porque no había trabajo, ni agricultura, ni pesca, ni facilidades para estudiar… y se hizo realidad gracias a la invención del GPS. «Vamos a España a prosperar porque aquí no podemos prosperar», dice, encogiéndose de hombros, uno de sus habitantes.

Tenemos, por otro lado, la muerte. Según la Asociación pro Derechos Humanos de Andalucía, procedía de Thiaroye-sur-Mer la mitad de los 1.167 sin papeles que murieron rumbo hacia España durante 2006, el annus horribilis de los cayucos. Doce meses después, hubo 921 fallecidos, de los cuales 144 habían salido de todo Senegal.

Y tenemos, por último, la resurrección de este suburbio, que se hace visible, fundamentalmente, en la reducción del número de muertos (y de emigrados) procedentes de este país africano.

El milagro Thiaroye-sur-Mer, extrapolable a todo Senegal, consiste en convencer a sus ciudadanos, a base de repetirlo una y otra vez, de que emigrar de forma clandestina no es la solución adecuada. «Cuando los interceptas tratando de salir del país en un cayuco, enseguida reconocen que lo que han hecho está mal. No mienten, no intentan defenderse. Agachan la cabeza y asumen su culpabilidad. Los senegaleses han interiorizado muy bien que con su marcha salen todos perjudicados», opina el teniente Francisco Javier Ayuso, oficial de enlace de la Guardia Civil en Senegal.

«Hay que decir no a los cayucos de la muerte. Juntos construimos nuestro país», dice en francés y en wolof (la lengua que habla la mitad de la población) un cartel que el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Turismo ha desplegado por los rincones de todo el país.

Aunque el Gobierno senegalés ha puesto en marcha varias campañas para concienciar a sus ciudadanos de que emigrar repercute negativamente en la economía del país, fuentes de varias organizaciones no gubernamentales consideran que las actuaciones de la administración estatal no han conseguido los resultados esperados. En cambio, lo que parece que está funcionando es la tarea que realizan las cooperativas locales, que, pese a su modesto despliegue y su limitada capacidad financiera, están consiguiendo de forma autogestionada que el pueblo capte el mensaje de alerta.

Por todo el país se reparten varios de estos colectivos (ni siquiera son organizaciones de ayuda humanitaria) que, precisamente, tienen su génesis en Thiaroye-sur-Mer. El 25 de marzo de 2006, 80 vecinos de este pueblo-cayuco murieron en un viaje a Canarias que pagaron con muchos esfuerzos. Sus madres decidieron crear una asociación como forma de afrontar el duelo: el Colectivo de Mujeres para la Lucha contra la Emigración Clandestina. Esta agrupación engloba a más de tres centenares de mujeres que, desde hace dos años, trabajan duramente para sensibilizar a la opinión local y extranjera sobre el drama de los cayucos. La presidenta, Yaye Bayam, una madre coraje que el año pasado estuvo en España recaudando fondos, se ha hecho famosa en casi todo el mundo. «Basta ya de llorar, hay que organizarse», proclama Yaye Bayam.

El Colectivo se dedica, por un lado, a organizar seminarios, conferencias y reuniones para explicar a los jóvenes del país que hay alternativas al cayuco. Y, por otro, da salida laboral a las viudas de los fallecidos en el mar, cuya situación se agrava por la poligamia, que obliga a varias mujeres a depender a la vez de un solo hombre.

Funcionan como una cooperativa en la que los trabajos están perfectamente definidos. Unas manufacturan mejillones; otras se dedican a trillar maíz y a empaquetarlo para la venta; otras elaboran zumos de frutas, y el resto fabrica muñecas artesanales, viudas de 15 centímetros envueltas en telas blancas que se venden muy bien a los turistas. «El dinero se reparte entre todas. No es que les arregle definitivamente la vida, pero les ayuda. Para ellas es muy difícil salir adelante», explica en su destartalado despacho Mame Bara Ndoye, responsable financiero de la organización.

Lo que comenzó como una terapia para superar el dolor se ha extendido como forma de vida para todo el pueblo. «¿Qué queréis ser de mayores?», se les pregunta a unos niños que llegan trotando por las polvorientas calles. Como llevan camisetas de Adidas y un balón, se espera una respuesta del estilo: «Me gustaría ir a Europa y triunfar como Zidane». Pero el visitante occidental enmudece cuando unos les dicen que quieren ser «pescadores», otros que «ingenieros», otro que «maestro del Corán»… Eso sí, sueñan con hacerlo «en España», donde siempre hay algún familiar o un amigo que cuenta asombrosas historias.

«Los senegaleses viven en Salou, hacinados en pisos patera que comparten con otras 10 personas, pero, cuando regresan a casa en vacaciones, se ponen sus mejores trajes y cuentan que aquello es jauja, para dar idea de una prosperidad que en realidad no han conseguido», argumenta el teniente Ayuso.

Mame Bara Ndoye está de acuerdo: «Cuando nuestros compatriotas dicen que la cosa en España no está tan bien como parece y que ha aumentado un 92% el número de parados en la construcción, nadie les cree».

Las ilusiones son el primer obstáculo con el que tienen que luchar los colectivos ciudadanos en un país con 12 millones y medio de habitantes censados y más de tres millones (el equivalente al censo de Madrid capital) de compatriotas residentes en el extranjero. «La emigración clandestina se acabará el día en que los que se marcharon comiencen a retornar», declara, convencido, Mame Bara Ndoye.

Mauricio Valiente, portavoz de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), considera, por el contrario, que los subsaharianos seguirán utilizando los cayucos «mientras se mantenga la falta de alternativas con la que se encuentran en sus países de origen».

Ya lo dice Papa Ndiaye, un joven y bastante afortunado empresario de Thiaroye-sur-Mer que se dedica a exportar pulpo y sepia a Europa e invita a los visitantes a un guiso de pescado con arroz en su diminuto apartamento de nueve metros cuadrados: «Yo no lo paso mal, tengo esta televisión y el sofá es de cuero auténtico, pero no me imagino en este sitio con mujer e hijos. Si puedo vivir mejor, haré todo lo que pueda para conseguirlo».

La prosperidad es la pieza del puzle que le falta al pueblo-cayuco de Thiaroye-sur-Mer para completar su proceso de resurrección.

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