Un sueño aún incumplido de Justicia, igualdad y paz

Gara,  , 04-04-2008

Hoy hace cuarenta años una bala segó la vida de Martin Luther King, adalid de los derechos civiles que un día soñó un futuro en el que las personas serían juzgadas por sus hechos y no por el color de su piel. Su actividad supuso un avance hacia el fin de la segregación racial, pero sumar la lucha por la justicia social y económica a su batalla por la justicia racial le costó la vida.

El 28 de agosto de 1963, Martin Luther King pronunció su célebre discurso «I have a dream (Tengo un sueño)» en los escalones del monumento a Lincoln en Washington DC, al término de la Marcha por los Derechos Civiles, ante unas 250.000 personas. Sus palabras no han perdido su significado, pero parecen haber caído en saco roto. Cuarenta y cinco años después, su legado sigue congelado y pocos van más allá de su «I have a dream» cuando recuerdan al reverendo baptista, cuya herencia ha quedado prácticamente reducido, por el mundo oficial, a un mensaje de cooperación y actos caritativos.

En 1963, cien años después de la Proclama de la Emancipación con la que Abraham Lincoln pretendía abolir la esclavitud, la vida de los negros en Estados Unidos seguía, en palabras de King, «minada por los grilletes de la discriminación, el negro vive en una solitaria isla de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material. Cien años después, todavía languidece en los rincones de la sociedad estadounidense y se encuentra a sí mismo exiliado en su propia tierra».

Quien se convirtiera en mártir de la lucha por los derechos civiles, pero también por la libertad y la paz, se había convertido ya en un héroe carismático de la igualdad racial desde que impulsara en 1955 un boicot de 382 días a los autobuses por parte de la población negra de Montgomety (Alabama) y las grandes marchas no violentas hasta su célebre discurso de 1963.

Tenía un sueño, el de ver un mundo diferente, en el que primaran la igualdad social, económica, política, religiosa y racial, un mundo sin exclusiones, guerras ni sufrimientos. Creía en la completa libertad de las personas, pero afirmó que «la libertad nunca es dada voluntariamente por quienes nos oprimen, tiene que ser demandada por quienes están siendo oprimidos». En ese objetivo llevó a la práctica los conceptos de desobediencia civil, resistencia y protesta pacífica.

Al defender la libertad, este pastor baptista desmanteló las concepciones teológicas que acotan a la inercia y el fatalismo las acciones de los pobres, oprimidos y excluidos de su país y de todo el mundo al señalar que «la libertad no se gana a través de aceptar pasivamente el sufrimiento. La libertad se gana luchando contra el sufrimiento».

Su batalla por los derechos civiles y contra la discriminación racial se amplió al ámbito de la lucha contra la pobreza y contra la guerra, entonces la de Vietnam. Recalcó que las guerras «son obsoletas» y añadió que «debemos ver la guerra no sólo como una indignación moral, sino también como un enemigo de la gente pobre». Y la historia le ha dado la razón muchas veces.

«Sabía que nunca podría pronunciarme contra la violencia de los oprimidos en los ghettos sin primero haber hablado claramente ante el surtidor de violencia más grande en el mundo hoy día: mi propio gobierno», declaró en Nueva York en 1967 al referirse a la guerra de Vietnam, donde morían el doble de negros que de blancos, y vincular la guerra racista del Gobierno de EEUU en el sudeste asiático con las políticas racistas del propio Gobierno en casa. Sus antiguos aliados lo condenaron, se ganó la enemistad del entonces presidente, Lyndon B. Johnson, y la prensa lo atacó con virulencia, tachándolo de antipatriota y comunista.

Justo un año antes de morir, insistió en que no se podía hablar sobre la opresión en casa sin hablar sobre la opresión y la violencia estadounidense contra otros países, y citó Venezuela, Guatemala, Colombia y Perú. Fue en es contexto en el que subrayó que la lucha por la injusticia tenía que enfrentarse contra el racismo, la explotación económica y el militarismo, vinculando las tres cuestiones, lo que llamó «revolución de valores».

Denunció la guerra injusta de Vietnam, donde «estamos de lado de los ricos mientras creamos un infierno para los pobres», y condenó el silencio, incluso el suyo en los años anteriores, al declarar que era una traición. «No podemos mantenernos silenciosos mientras nuestra nación realiza una de las guerras más crueles y sin sentido de la historia». Un mensaje perfectamente válido hoy, cuando se cumplen cinco años de la ocupación de Irak.

Es evidente lo que han progresado los afroamericanos pero, también, el largo camino que les queda por recorrer para erradicar los ghettos de violencia, drogas, desempleo y falta de educación en los que están atrapados millones de negros en EEUU. Una realidad de racismo, desigualdad y discriminación que lejos de haber sido superada es más sangrante que nunca en un país en el que cuatro décadas después de la muerte de Martin Luther King, un político negro – el senador Barack Obama – tiene probabilidades reales de llegar a la Casa Blanca.

Sin embargo, una reciente encuesta indica que aún hoy el 67% de los negros sienten discriminación cuando buscan empleo, un 65% cuando adquieren o alquilan una vivienda y el 50% cuando van de compras o a un restaurante. En las áreas urbanas, la mitad de los jóvenes negros no completa sus estudios en la escuela secundaria y seis de cada diez irán a prisión antes de cumplir los 30 años.

«Si King estuviese vivo ahora, estaría angustiado y decepcionado», afirma Charles Steele, quien ahora preside la Conferencia de Dirigentes Cristianos del Sur que otrora presidiera King. «EEUU sigue siendo, en gran medida, un país racista. Quizá aún más, aunque es subliminal y está encarnado en el sistema», asegura.

Angela Davis, activista pro derechos humanos, miembro del partido Panteras Negras y militante comunista, subraya que «no vivimos hoy el sueño del reverendo Martin Luther King».

Todos saben que tuvo un sueño, pero pocos cuál era ése sueño.

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