Puritito catalán

El País, ENRIQUE MURILLO, 24-03-2008

No tienen papeles, pero no pierden la esperanza de tenerlos algún día. Para no comprometerlas vamos a llamarlas, a los efectos de esta crónica, Liz y María. Son como los personajes de las magníficas crónicas del Raval que en esta sección firma Maritza García. Nuestras inmigrantes de hoy nacieron en Cochabamba, en la ciudad de Bolivia, pero se conocieron en la plaza de Joanic. María es algo más alta y fornida, Liz es chiquitísima y delgada, pero fuerte. Trabajan sin contrato ni seguridad social, pero sus ingresos, enviados a Cochabamba, son un buen dinero. Trabajan jornadas larguísimas y no gastan nada. Todo es para la familia. El escaso tiempo libre lo dedican a chatear con los padres, con los hijos.

En diversos momentos del día, esta plaza del barrio de Gràcia se convierte en lugar de reunión de inmigrantes, mujeres sobre todo, siempre agrupadas por nacionalidades de origen. En un banco hay tres filipinas departiendo en tagalo. En otro, mis dos bolivianas. En otro, las ecuatorianas que acaban de pasar por El Rincón Ecuatoriano, un locutorio de los tres que, en apenas 500 metros, hay en la calle de Ramón y Cajal.

María es callada. Y sólo tiene ojos para su niño, un chaval de dos años que aún no habla apenas y se expresa dándole porrazos al mundo. Corre el crío por la plaza a enorme velocidad sobre sus piernas arqueadas, y cuando vuelve te saluda de un mamporrazo. María tenía dos empleos, limpiando un piso que está paseo de Sant Joan abajo, por las mañanas, y otro de tardes cuidando a una señora mayor. Ahora se ha quedado sin el de las tardes y espera que sor Yolanda la ayude a encontrar otro. Es una monja de un convento del Ensanche, y por lo que me cuentan es como una agencia de colocación.

Liz también tiene dos trabajos. Por las mañanas se encarga de una anciana con alzheimer. Sus hijos “tienen un condis”, dice Liz, y no pueden atenderla. Por las tardes cuida a una señora septuagenaria que está paralizada en cama desde hace años. Para limpiarla, dice Liz, se tumba encima de ella y la vuelca primero a un lado y luego al otro. Los hijos de la señora de las tardes la matricularon en un cursillo donde le han enseñado la técnica del cuidado de ancianos. Dice que ha aprendido mucho.

- Y eso que lo dan todo en puritito catalán.

Me gusta su manera de contar las cosas, recuerda a los narradores de Faulkner. Hace largas pausas, frunce el ceño cuando habla del miedo que pasa a veces.

- Aquí mismo fue – me cuenta – . Vinieron dos señoras con unos papeles. Oye, me dice una señora. ¿Tú tienes hijos?, me dice la señora. Sí, le digo. ¿Y no nos los dejarías?, me dice la señora. No, le digo. Están lejos, le digo.

Liz hace una larga pausa, recuerda el pánico que pasó. Las señoras digo yo, serían de una mafia dedicada a las adopciones ilegales. Otras veces el problema ha sido de naturaleza distinta. Como cuando fue a Horta a buscar trabajo.

- Horta… No había nadie… – dice Liz. Y luego, tras una pausa, alza ambos brazos indicando la longitud desolada de una calle desierta, y añade simple, eficazmente – . ¡¡¡Sileeeencio…¡¡¡

Más fastidioso para ella fue recibir alguna oferta de trabajo no solicitada.

- Vino un hombre y me cogió del brazo. Así, muy fuerte. Era viejo. ¿Trabajas?, me dice. Sí, le digo. ¿Quieres ganar más dinero?, me dice. No, le digo. Si te vienes a trabajar a mi casa te pagaré mucho dinero, me dice. Tendrás comida y cama, me dice.

A su lado María sonríe con una sonrisa pétrea en la que brillan siglos de humillaciones, de destino duro que nadie osa discutir. Ya lo dicen Mariano Rajoy y sus simpáticos secuaces. Los inmigrantes son peligrosos, auténticas bandas de malhechores.

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