Regreso a la aldea de los muertos

En 2003, una aldea olvidada de Marruecos apareció en los mapas. Hansala perdió a 12 jóvenes en el naufragio de una patera. Ésta es la historia de un valle que ha inspirado al cine.

El País, GUILLERMO ABRIL, 23-03-2008

Mohamed Aghazaff recuerda que madrugó aquel día para ir al campo a trabajar. Seis de la mañana, Callosa de Segura (Alicante). Encendió el televisor para desayunar y vio a su hermano pequeño muerto en la playa de Rota (Cádiz). Los cuerpos habían empezado a llegar a la costa. Las noticias hablaban de la mayor tragedia de la inmigración ilegal en la historia de España. Aparecieron 37 cadáveres en la arena. Sobrevivieron cinco personas, y a 16 se les dio por desaparecidas. La muerte se cebó sobre todo con Hansala, una pequeña aldea bereber del Atlas marroquí.

Aunque el mito y el boca a boca quizá hayan deformado el relato, en la aldea cuentan que ocurrió más o menos así: a las nueve de la noche del 23 de octubre de 2003 una embarcación de madera recubierta de poliéster parte de Larache, una pequeña ciudad costera al noreste de Marruecos. Pone rumbo a Algeciras. Cielo despejado. Van 58 personas a bordo. Lo primero que sienten es el frío. A los 10 kilómetros comienza a caer una lluvia pesada. El viento se vuelve intenso. Marejada. El capitán de la patera decide aminorar la marcha. El trayecto puede durar tres horas en una noche clara, pero el clima duro insiste, y pasan una noche y un día esquivando olas bajo un manto de agua. Al llegar la segunda noche cesa la lluvia, pero queda el frío y la niebla. La humedad deja los cuerpos rígidos. A la una de la madrugada, un barco pasa cerca y los avista. Algunos pasajeros piden auxilio. El capitán les convence: ya andan cerca de la costa; si los remolcan, los pescará la Guardia Civil. Callan y siguen. Al poco les engancha una ola y voltea la patera: 58 personas en el agua. Saben nadar, pero los miembros, duros como piedras, no responden. Cinco hombres quedan bajo el casco, en una burbuja, agarrados a la madera con los dedos entumecidos. Van perdiendo de vista al resto, que poco a poco deja de moverse, de respirar, desaparece. Con ayuda de un golpe de agua, los cinco logran poner derecha la embarcación. Suben. Dejan que la marea los arrastre hasta la playa de Rota. Abandonan la patera. La rigidez les impide caminar erguidos. Se mueven a cuatro patas en busca de refugio, como animales. Huyen rápido, se esconden.

Lhossin Aghazaff muestra la foto del hijo muerto mientras su mujer sirve el té. Las paredes, de adobe; la estancia, vacía; los zapatos, al borde de la alfombra, pringados de barro. Cuando llueve en Hansala, los caminos se enfangan, las pendientes se hacen imposibles. Hasta allí nunca llegó el asfalto. Tampoco la luz ni el agua corriente. Un sorbo de té, y Lhossin enseña varios papeles de sabor amargo. En uno se lee en francés: “Slimane Aghazaff, décédé le 25-10-2003 à la suite de noyade”. Se lo envió el Gobierno marroquí para decirle que al hijo se lo tragó el mar y luego lo escupió en la playa de Rota. Muerte por ahogamiento. Tenía 16 años. El sueño español volvió al año siguiente a su casa embalsamado en formol y sellado dentro de un ataúd con tapa de metal.

Cuando llueve en Hansala, sus habitantes evitan el lodazal atajando por donde la hierba recia de los manzanos. Suelen desayunar pan con aceite, ambos caseros. Los olivos allí crecen flacos, pero frondosos, a unos 800 metros de altitud. El pueblo no existe en la mayoría de los mapas. Y si uno pregunta a los vecinos dónde empieza y dónde acaba la aldea, señalan los montes que los rodean, de donde cuelgan sus casas, una aquí, otra allá, diseminadas por distintas lomas, y dicen: “Hansala”. Luego marcan, también con la mano, el cambio de pendiente para indicar todo lo que no se ve, y dicen: “No Hansala”. Un riachuelo cruza por lo bajo y se pierde donde el valle se estrecha hasta formar una garganta. El camino a la civilización. Por allí se marcharon los 12 muertos de octubre de 2003. Regresaron nueve ataúdes. El resto quizá siga en el mar, o en el cementerio de Los Barrios (Cádiz), donde enterraron los cuerpos sin identificar.

Tres años después del naufragio, en noviembre de 2006, una extraña comitiva apareció por donde la garganta se llevó a los jóvenes. La cineasta española Chus Gutiérrez (Sexo oral y Poniente) y un pequeño equipo de producción se habían desplazado hasta allí para reunirse con los 10 miembros del consejo de ancianos. En casa de Said Salhi, situada en lo alto de la colina Buada, la realizadora explicó a los mayores de las 10 familias más importantes lo que había leído tiempo atrás sobre el naufragio en la prensa, que recortó los artículos, que investigó la historia y que acababa de convertirla en el guión de su próxima película. Said, que había empezado a hablar español con el oído pegado a un transistor que capta por las noches las ondas de Radio 5 Todo Noticias, iba traduciendo a los ancianos. Chus comentó su intención de venir al pueblo a rodar una parte, el regreso de uno de los muertos del naufragio. Y su entierro. Les dijo que quería que los habitantes del pueblo aparecieran en la película. Que ellos fueran los actores. Los ancianos escucharon al intérprete. Se miraron, discutieron. Y respondieron con otra pregunta: “Entonces, ¿tendremos que llorar?”. Eso era un sí.

Y lloraron. Durante el segundo día de rodaje, en la escena del entierro, ocurrió una catarsis. En Hansala han aprendido que cuando Chus Gutiérrez grita “y… ¡acción!” les toca guardar silencio. Pero en aquella secuencia, sobre el lugar en el que yacen nueve de los ahogados, hubo lágrimas y abrazos. Todos, pueblo y equipo, hablan de la intensidad de aquel momento.

Estamos a finales de febrero de 2008, cuarta jornada de rodaje de Retorno a Hansala. Con el cine han llegado los focos, los generadores de electricidad, los camiones, los todoterrenos, las cámaras, la coca-cola. El equipo español lo forman una veintena larga de personas. Andan arremolinadas en torno a casa de Said Salhi, preparando la siguiente escena: el momento en que el consejo de ancianos aprueba pagar el retorno del hijo muerto en el Estrecho al dueño de una funeraria española llamada Sefuba. El consejo, Chus lo conoce. Bajo una carpa de nailon, al abrigo de la lluvia, pregunta dónde demonios se han metido los seis actores-aldeanos que faltan. “Aquí sólo hay cuatro y el consejo son 10. Quiero a los 10”. Una ayudante pregunta por ahí y enseguida vuelve: “Están rezando en la mezquita”. Llegan al poco, con el imán, que hará el papel de imán. Reunido el consejo, Chus mira a Said para que traduzca del español al bereber: “Quiero que Lhossin entre en la sala, y entonces diga lo que tú me dijiste una vez, ¿te acuerdas, Said? Que no se le debe nada a un Gobierno que no es capaz de asfaltar una carretera, y que si los jóvenes se van de su tierra queda un lugar sin esperanza”. Said calla, no traduce. “¿Qué pasa? ¿Te parece… delicado?”. Said habla en susurro con Lhossin. El aldeano-actor sonríe enseñando los dientes que le quedan, y dice que sí, que lo hace. Chus le responde con una exclamación y las manos hacia arriba para señalar, eso, a los que están arriba: “¡Que le den al Gobierno!”.

José Luis García Pérez, uno de los tres actores profesionales desplazados a Hansala, interpreta al dueño de la funeraria. Después de un naufragio emprende viaje a la aldea con uno de los cuerpos en su furgoneta. También lleva las ropas de otros siete, con la intención de orearlas en el zoco más importante de la zona a la vista de todos. Con suerte, las reconocerán los familiares y podrá cobrarles por sus servicios de repatriación. Realidad y ficción se funden. Chus Gutiérrez dice que leyó en 2001 un reportaje en el que se mencionaba a un tal Ángel Zamora, más conocido como El Rubio, copropietario de la funeraria Sefuba. Aseguraba haber devuelto 150 cadáveres a Marruecos. Comenzó el negocio en 1999 después de un naufragio del que se recuperaron 12 cadáveres. Venían de Beni Mellal, una provincia deprimida al pie del Atlas, a la que también pertenece Hansala. Consiguió los permisos para repatriar a uno de los cuerpos y viajó hasta la zona con las ropas raídas de siete más. Colgó los jirones sobre alambres, junto a la casa del muerto. “No exagero si digo que más de 1.500 personas examinaron las ropas. Identificamos a cinco de los siete”, contó El Rubio en 2001. Aunque en ese naufragio no murió ningún pariente de Hansala ni había tenido lugar aún el naufragio que asoló el pueblo, aquel reportaje de EL PAÍS, firmado por Tomás Bárbulo, encendió la mecha de la película.

Los miembros del equipo cuentan mil anécdotas sobre la aldea. Una ayudante de dirección recuerda que llegó por primera vez a Hansala el día de la fiesta del cordero. De pronto, un grito rompió la calma del valle; un alarido prolongado que paraba en seco al pronunciar un nombre. Los aldeanos pidieron silencio y aguzaron el oído. Alguien en la otra colina había extraviado un cordero. El pueblo dejó sus tareas para buscar la cena de aquel hombre. Lo encontraron. Y el resto descubrió dos cosas: que allí todos arriman el hombro para ayudarse y que la cobertura del móvil se suplía a pulmón. Para llamar a alguien habría que gritar, y parar en seco al decir su nombre.

La actriz Fara Hamed se emociona con la historia que le acaba de referir una mujer: quedó viuda y sin padres, con cuatro hijos y un pedacito de tierra. Fara, española de madre marroquí, camina con un pie en cada orilla. “Les veo y pienso que no es justo”, dice. Se abraza a Rahima, una anciana de Hansala que interpreta a su madre en la película.

Casi todas las familias de Hansala tienen algún miembro trabajando en el rodaje. Unos se han convertido en actores, otros en figurantes. Iza Obaba, una mujer a la que el naufragio dejó viuda y a cargo de dos niños, ha conseguido un hueco en la cocina, dando de comer al equipo. Faena en los fogones de uno de los edificios más modernos de la aldea: el dispensario médico. Lo levantaron en 2004 con ayuda de Solidaridad Directa, una ONG española que llegó dos meses después del desastre. El doctor acude allí una vez por semana. En su interior se proyectó la primera película que recuerdan en Hansala. La ONG mejoró una escuela en la que no duraban los profesores. Arreglaron el tejado, dejó de entrar agua en clase, construyeron una casa para que durmieran los maestros. Trajeron un todoterreno-ambulancia con el que bajar hasta Beni Mellal, la capital de la provincia, a unos 40 kilómetros. Y hace poco inauguraron una pequeña vivienda para Iza Obaba. Desde que murió el marido, la viuda había ido vagando de casa en casa con los hijos. Las expectativas cuando una mujer enviuda en Hansala son escasas. Todo lo más, casarse con algún anciano.

Por la noche, recostado sobre la alfombra junto a un brasero, Said Salhi dice que con la película espera que el mundo entienda una verdad: la gente deja su pueblo para mejorar la vida. Su hermano vive en España, como otros 40 de Hansala. Los primeros marcharon en 1996. Él prefiere quedarse. Tiene 34 años, mujer, tres hijos. Sueña con un futuro de agua corriente, carreteras y electricidad en el valle. La luz ya asoma. En la ascensión desde Tagzirte, el pueblo más cercano, se ven los postes de alta tensión a lo largo del camino. Falta el tendido. Quizá, dice, llegue este verano.

A su lado, otro Said Salhi, más joven, de 25 años, habla de cuando vuelve en agosto a Hansala y entra en el valle al volante de su Ford Escort, de los 200 euros que envía al mes a su familia desde Valencia, de la placa solar que les compró por 550 euros. Tiene las manos ásperas y duras. Últimamente trabaja la naranja, a 85 céntimos la caja, y las mandarinas, a 1,50 euros. Las cajas, dice, se llenan con 20 kilos. Cruzó en patera en 2002. Lo primero que recuerda de España es el kilómetro 95 de la carretera de Algeciras a Tarifa. Pisó la arena y se echó al bosque. Al año siguiente se ahogó su hermano pequeño, El Mustaph. Nunca recuperaron el cuerpo. Said ha vuelto para ayudar como traductor en la película. Tiene papeles, los arregló cuando la regularización de 2005. Regresará a España. Quizá, comenta, saque el carné de camión para mejorar un poco más la vida. Luego se gira y sigue echando una mano a su tocayo. Anotan cuidadosamente los casi cien actores y figurantes que necesitarán para el rodaje del día siguiente.

En la lista aparece Mohamed Saadi. Con 26 años, perilla y cara de bicho, le ha tocado el papel de intermediario de las mafias de la patera. En Hansala no quieren oír hablar de ellos. Se llevaron a aquellos 12 chicos. Él dice que no le costará interpretarlo porque negoció con la mafia su pasaje en 2004. Llegó a pisar España, pero le pescó la Guardia Civil. Dice: “Inshallah, I go” (“Me largaré si Dios lo quiere”). Y explica con el francés que aprendió en la escuela que también tiene otra idea: montar una residencia turística aprovechando, quién sabe, el tirón de la película. Tiene el terreno, allí sobra. Le falta el dinero para levantar el edificio. Pregunta si en España hay alguien que quiera dárselo.

Con el último sorbo de té, Lhossin Aghazaff guarda la foto del hijo muerto en un sobre de plástico de la funeraria Sefuba. Hace el gesto de echarse a dormir, tumbando la cara sobre la mano, para explicar que su Slimane ahora descansa. Dice que no quiere que ninguno más de sus hijos intente cruzar a España en patera. Un permiso de trabajo, si acaso. Deja fotografiar su rostro marcado con surcos profundos. Hace dos días, añade, tuvo la oportunidad de llorar de nuevo al muerto, ante las cámaras. Sonríe y muestra los huecos de su dentadura. Chus le vio el nervio, la expresividad en el rostro. En el casting había elegido a otro para hacer de padre que pierde a un muchacho en el naufragio, pero no funcionaba. La directora miró a su alrededor y dijo: “Quiero a ése”. Coincidió que, en la vida real, Lhossin ya había pasado aquel trago. Antes de marcharse al rodaje parte una varilla de encina en trocitos y hace el gesto de prenderlos fuego. Dice que así pagó parte del pasaje del hijo, con la venta del carbón que quemaba escondido entre las lomas, para evitar la multa. Tiene otro hijo, Mohamed. Vive en España. Hace cuatro años viajó de Alicante a Hansala para decir a su padre que había visto a Slimane muerto en las noticias.

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