TRIBUNA LIBRE

El contrato 'rajoyano'

El Mundo, MARTIN SANTIVAÑEZ VIVANCO, 11-02-2008

Mariano Rajoy, líder del Partido Popular español, aconsejado por sus asesores electorales y su entorno político, ha anunciado entre bombos y platillos que, de llegar al poder, los inmigrantes tendremos que firmar un «contrato de integración» que nos obligará a aprender la lengua española, a pagar los impuestos, a trabajar activamente para integrarnos en la sociedad peninsular y a regresar a nuestro país si durante un tiempo determinado no encontramos empleo. La medida, inspirada en las legislaciones de Francia, Alemania, Reino Unido y Holanda, no ha logrado la armonía en dichos países, que de tanto en tanto sufren los incendios de la intolerancia.


«La inmigración no puede ser infinita», ha dicho Rajoy en innumerables ocasiones. Este «aquí no caben todos», tan aplaudido por amplios sectores de la sociedad europea, es una reedición del viejo y conocido «estamos completos», frase lapidaria a la que nos hemos acostumbrado los inmigrantes de todo el orbe. En fin, el mundo es ancho y ajeno, y eso, los latinoamericanos, bien lo sabemos de sobra.


Al menos en algo Rajoy tiene razón. La inmigración ha de ser ordenada; de ello no cabe duda. Nadie en su sano juicio pretende que el mundo se abra sin restricciones, permitiendo que un tsunami humano ahogue la capacidad receptiva de un puñado de sociedades pudientes. Más aún, los sociólogos y iusglobalistas reconocen que, en tanto perviva el Estado – Nación, la abolición mundial de las fronteras es una utopía indicativa, un arcano que flota en el éter de la posibilidad. Sin embargo, esta voluntad reguladora no puede radicalizarse. No debe. Los cauces para controlar la inmigración no han de ser establecidos únicamente en virtud de móviles económicos. El determinismo economicista – heredero del positivismo y del marxismo más ruin – relega al limbo de lo secundario el elemento cardinal del fenómeno migratorio: la persona humana.


Lamentablemente, el señor Rajoy olvida que la integración no se impone, se propone. Los devaneos demagogos de un candidato sólo provocan desazón y resentimiento. Nada bueno puede salir de esto. Si el contrato rajoyano triunfase, ¿cómo medir la integración del inmigrante?, ¿cómo sabrá el Estado español si el contrato es fielmente cumplido? Algún tipo de control tendrá que haber ya que, de lo contrario, este jacobinismo contractual sería burdo e innecesario. Tal vez algún sistema de puntos, como el empleado para los conductores temerarios que pululan en las autopistas españolas. Así las cosas, si los inmigrantes llevamos txapela, sumaremos uno que otro puntillo. Si vivimos en Cataluña y hacemos castellets, un par más. Si construimos ninots con figuras de Carod – Rovira, la bestia negra del PP, un punto de oro. Y si, por ejemplo, idolatramos el gazpacho servido por un camarero de los de antes, de esos de la estirpe de Funes el memorioso, la cartilla estatal se llenará automáticamente. Así, punto a punto, completamente adiestrados, los inmigrantes nos convertiremos en españoles de prototipo y cumpliremos el contrato que el Estado democrático y la monarquía parlamentaria, unilateralmente y sin negociación, nos pretenden imponer.


Ahora bien, ¿qué pasa si es el Estado el que incumple el acuerdo? ¿Qué sucede si, por ejemplo, nuestros hijos no pueden acceder a la educación concertada? ¿Qué pasa si mis vástagos tienen que conformarse con estudiar en guetos de extranjeros, en los que la integración es poco menos que probable? El Estado también incumple las cláusulas. ¡Vaya que las incumple! Y lo hace con más frecuencia de lo que algunos políticos desmemoriados y lenguaraces quisieran.


Además, ¿qué tipo de español hemos de ser? ¿El nacionalista vasco, el castizo madrileño, el navarro foral o el separatista gallego? ¿Quién establece el baremo de la hispanidad? Maeztu ha muerto, al menos para la derecha popular. Antes, cuando el hispanismo aún brillaba, la generación de mis maestros, allá en la nublada Lima, le rendía culto a la madre patria, a Cervantes y San Ignacio. Se hablaba, entonces, de Salamanca y de la Villa y Corte. De un imperio en el que nunca se ponía el sol. Hoy, todo eso se ha perdido, reduciéndose a una serie de convenios e inversiones en los que el capital ocupa el trono de la fe y del idioma.


¿Por quién se inclinarán los inmigrantes en estas elecciones? Ello, pese a las encuestas, sigue siendo un enigma. Sin embargo, lo importante, y eso es lo que diferencia a un estadista de un político de medio pelo, es la visión de futuro. Lo esencial para un líder de fuste es saber a quién han de apoyar los inmigrantes tras estas elecciones. Qué partido abrazarán, qué causas los conmoverán. En política, hay que dar pases largos, pensar en el gol, como Beckenbauer. No se puede jugar, tropicalmente, como el pibe Valderrama. Así no se ganan los mundiales. Y tampoco las elecciones. Así se pierde el poder.


Rajoy, el candidato, ha cometido un gravísimo error, y aún no acusa el golpe. Lo único que ha conseguido con esta torpe declaración es que el colectivo de inmigrantes vote por su opositor – si es que vota – no por los méritos de la política errática de ZP y sí, más bien, por los yerros en el discurso del líder popular. Hay que ser muy cándido para creer que la ingeniería legal es suficiente para solucionar las fracturas, los ríos profundos que separan a un país. Una y otra vez, las leyes se han estrellado con la realidad. Las costumbres no se dictan, ni se aprenden de una cartilla. No se memorizan para un examen. Se adquieren por ósmosis. No serán pocos los que verán en este paternalismo jurídico rajoyano la reedición de unas Leyes de Indias que tutelaban a mis ancestros, los indios americanos, equiparándolos eufemísticamente con los menores de edad. Los inmigrantes no somos menores de edad, señor Rajoy. No somos esos minores que usted estudiaba en el Código Civil cuando preparaba sus oposiciones.


La integración es posible. Nosotros, los latinoamericanos, bien lo sabemos. Somos un crisol de razas y costumbres, de sueños y esperanzas. América es el continente mestizo por excelencia y todo ello gracias a España y a la religión que con tanto valor supo llevar allende los mares. Nuestra raza es cósmica, lo dijo Vasconcelos, y no podemos – no queremos – renunciar a una historia milenaria, enriquecida por la sangre española, adoptando paradigmas posmodernos porque así nos obliga un contrato elaborado en los laboratorios del marketing electoral. Los procesos culturales son más complejos y si cabe, más felices y sinceros que la política coyuntural ad portas de una elección.


Esta es, pues, una llamada de atención, señores del PP. Comparto muchas de las ideas de la derecha española: la defensa de un patriotismo funcional, el respeto por la tradición – que, en gran medida y por derecho, también le pertenece a América Latina – y el lazo indisoluble y eterno de la fe. Por ello, precisamente por ello, tengo que denunciar este tropiezo inaceptable, porque me ofende que un hombre que encarna a la mitad de España se afane en construir barreras y se incline por favorecer visiones sesgadas de la integración.


El contrato rajoyano perseguirá a su valedor por mucho tiempo. Triste final para un nombre que aspira a gobernar. Sorprende que el pull de asesores del PP no aprenda nada de los barones mediáticos de la izquierda. Con esta estrategia, están enterrando a su candidato. Y, lo que es peor, están perdiendo a un electorado que será determinante, vital, en unos años. Contemplen el otro lado del océano y vean cómo el voto latino define una elección histórica para el futuro de los EEUU. Miren y aprendan, por favor. España lo merece. Los inmigrantes, también.


Martín Santiváñez Vivanco es director del Center for Latin American Studies de la Fundación Maiestas en España.

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