Sótano

El País, SANTIAGO RONCAGLIOLO, 10-02-2008

A las diez de la mañana, el médico forense Miguel Oros entra en el juzgado de detenidos número 3. Desde los cuatro escritorios que ocupan la sala, le llueven carpetas para su revisión. A los juzgados de Barcelona llegan cada día alrededor de 1.000 denuncias: peleas entre vecinos, hurtos, homicidios, violaciones, accidentes. Ésta es la materia prima con que él trabaja.

- Los mejores lugares para conocer una ciudad son los juzgados y los hospitales de urgencias – dice Oros – . Aquí llega toda la patología social. Y por cierto, también sus aspectos más ridículos. Mira este informe, por ejemplo: el médico ha puesto “dolor en región perineal tras contusión”. Eso significa “patada en el culo”, pero les da pudor escribirlo así.

Con cierta frecuencia, los hospitales reciben “víctimas” sin lesiones, que acuden a urgencias para recabar un papel que sustente la denuncia. Luego faltan al trabajo varios días y le exigen una indemnización al supuesto agresor. Si eres lo suficientemente inescrupuloso, puedes cobrar 3.000 euros por unas vacaciones de dos semanas. También hay casos de gente que se rompe un dedo dando un puñetazo, y luego denuncia a su víctima por los daños. Un buen abogado hace magia. La labor del forense es determinar la verdad a partir de la evidencia clínica. Hoy, por ejemplo, Oros tiene el caso de un sospechoso de violación que está en silla de ruedas. Su informe debe establecer si el acusado puede sentir deseo sexual y si es capaz de tener erecciones.

Ésa es la parte pericial de su jornada.

Pero también está la otra.

Como en todos los juzgados, los calabozos se ubican en el sótano, alineados a los lados de un largo pasillo blanco. Huelen a multitud y humedad, y sobre las paredes llevan la firma de los presos que las han ocupado. Un grafito dice “Mafia rumana”. Otros han sido escritos en el techo con el fuego de los mecheros, aunque técnicamente está prohibido fumar. Al fondo del todo quedan las celdas de aislamiento: en la primera, los Mossos d’Esquadra han guardado a un travesti, para evitarle problemas.

Tras su detención, los reclusos tienen derecho a un reconocimiento médico, y suelen hacer uso de él aunque estén sanos, con tal de abandonar el encierro al menos por unos minutos. Los chequeos se realizan en un pequeño consultorio. La puerta permanece abierta todo el tiempo durante los encuentros del médico con los presos, y frente a ella hacen guardia tres mossos con guantes negros.

- ¿Y usted por qué está aquí?

- Porque ataqué a mi ex mujer.

El primer paciente lleva en el brazo un tatuaje de la brigada de paracaidistas y, literalmente, apesta. Dice que vive en la calle, y que su ex esposa sigue viviendo en su ex casa con su actual novio. Por eso la agredió. La mayor parte del tiempo habla solo y sonríe, como si tratase de persuadirse de algo a sí mismo.

- ¿Y usted por qué está aquí?

- Robé un restaurante. Estaba muy colocado. Con coca, alcohol, pastillas. Soy politoxicómano.

Éste tiene en el pecho un surco en carne viva producido durante la detención, y marcas en las muñecas causadas por las esposas. Además de curarlo con Merthiolate, hay que proporcionarle un tranquilizante leve para contrarrestar el síndrome de abstinencia.

- Y usted ¿por qué está aquí?

- Cogí una bicicleta de la calle. Bonita, roja y blanca. No sabía que era del Ayuntamiento.

De la lista de detenidos hoy, dos terceras partes son extranjeros. Uno de ellos llegó a España en patera. La mayoría de los que tienen apellidos árabes son marroquíes, según Oros, relacionados con la venta de hachís proveniente del Rif. Los rumanos, en cambio, han caído por apropiación indebida. El caso más extraño de hoy es un brasileño arrestado por robo con violencia. Es muy joven y no tiene pinta de delincuente. Tampoco parece saber dónde se encuentra, y sólo habla portugués.

- ¿Usted dónde vive?

- Seguramente no vivo.

- ¿Ha estado en tratamiento psicológico?

- En Faro. En Faro.

- ¿Oye usted voces?

- La gente me habla, pero es como si sus palabras no entrasen en mi cabeza. Me confundo.

No sólo los presos pueden enloquecer. Algunos carceleros también han sufrido problemas psiquiátricos después de una temporada trabajando aquí. Y no me extraña. Al salir escucho el coro de ultratumba de las voces y silbidos que circulan entre las celdas.

- A veces, las personas expuestas excesivamente a atmósferas como ésta pueden borrar la distinción entre los de dentro y los de fuera – dice Oros – . Eso altera su capacidad de socializar y comunicarse con otras personas: los vuelve violentos.

Ahora estamos en la sala de reconocimiento de sospechosos. Un falso espejo cubre toda la pared ocultando a los testigos, como en las películas. Oros concluye:

- La gente que trabaja aquí es buena. Los técnicos, los jueces, los guardias. Lo único que me molesta es que el sistema encierre sólo a maleantes provenientes de entornos difíciles. Aquí nunca ves a un rico o a un poderoso, por mucho que pueda robar.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)