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¡El pañuelo no es de Hermès!

La Voz de Galicia, 30-01-2008

Todas las mujeres – ¡y hombres, pues no quiero ser incorrecto! – lo saben. No hay aderezos más elegantes, incluidos los destinados a adornar las cabezas, que los expuestos en las elegantísimas tiendas de las marcas de lujo internacional: Vuitton, Gucci, Prada, Loewe o Hermès. Aunque, yo, será porque mi gusto es muy parisino, prefiero los de la emblemática marca francesa.

En sus tiendas podemos encontrar lo más de lo más con que Eva puede acondicionar su cuello, pelo o cabeza: sobrias mantillas que habrían satisfecho al mismísimo Romero de Torres, pañuelos escandalosamente matissianos, sofisticadas pamelas, sugerentes velos nupciales, etcétera. Pero no. No nos referimos ahora a estos tocados que resaltan los rasgos femeninos. Lo hacemos a una variopinta pléyade de prendas vinculadas al mundo islámico, que no solo ocultan los perfiles de cualquier mujer, sino que afectan a su condición y estima personal.

Aceptemos, aunque tampoco me gustan por lo que explicitan, los más «livianos» pañuelos. Estoy hablando del hiyab – velo que permite ver la cara – , la shayla – pañuelo más largo, de forma rectangular, y de uso frecuente en los países del golfo Pérsico – y hasta, por más que aquí tengo serias objeciones, el chador – que cubre no solo la cabeza sino todo el cuerpo de las mujeres iraníes – . Los que sí resultan de todo punto denigrantes son el niquab – que solo deja libres los ojos, mientras una túnica oscura alcanza hasta la rodilla – y el burka – donde los ojos van encarcelados en una asfixiante rejilla – . Si les soy sincero, la cuestión no es cuantitativa, sino cualitativa. El problema no es el mayor o menor número de centímetros con que encubrir el rostro, la cabeza o el cuerpo, sino lo que tal ocultamiento implica de acto de sumisión. Pero, en fin, también es cierto, que no hay nada peor que el maniqueísmo y desprecio etnocentrista a toda manifestación cultural que no sea la nuestra.

En este contexto, la decisión del Gobierno holandés de prohibir los velos que escondan de forma completa el rostro me parece loable. En su adopción, la razón argumentada ha sido no obstante menos afortunada: la mejora de la comunicación e integración ciudadana. Lo que explica la paralela proscripción de los pasamontañas, cascos y capuchas. Y no digo que tal explicación no sea atendible, pues es difícil cualquier comunicación si no existe ninguna visualización. En realidad, podrían invocarse otras motivaciones de mayor entidad.

La primera, por lo que tales veladuras tienen de ataque a la dignidad de las mujeres. La segunda, en lo que expresan de violación del principio de igualdad. Y, la tercera, en tanto supone rasgos incompatibles con los perfiles liberales y secularizados de la cultura occidental. Mientras, no creo que pueda contraponerse a la interdicción una interesada invocación de la libertad religiosa y de cultos. Por esto, tenemos que rechazar en cambio, ¡si Atatürk levantara la cabeza!, la decisión del Ejecutivo turco de modificar la Constitución de 1982 para permitir el velo en las universidades. Si hay que ponerse un velo, me quedo con los de Hermès. ¡Las mujeres se los ponen, en este caso, porque quieren! Esta es la verdadera cuestión.

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