SEXTO ANIVERSARIO / La entrevista / RUHAL AHMED Ex preso de Guantánamo

«Los europeos no aceptan a los musulmanes»

El Mundo, FATIMA RUIZ, 11-01-2008

Ha pasado tiempo desde que se enfundó el mono naranja. El mismo traje que puso en cuarentena su condición humana tras las jaulas del «zoo de hombres» – así lo llama – que hoy cumple años. Seis, desde que la maquinaria judicial estadounidense se estrujara los sesos para cambiarle el nombre al desamparo y despojara de sus derechos a cientos de presos atrapados en las redes contra el terror. Ruhal Ahmed, de 26 años, fue uno de aquellos combatientes enemigos que aún campan por Guantánamo reclamando la triste categoría de prisioneros de guerra, y con ella, la salida de un limbo sin intimidad ni sueño. Sin familia, amigos, o abogados.


Ayer pasó por Madrid para exigir el cierre de una cárcel convertida en sinónimo de tortura esgrimiendo el arma de un testimonio doloroso que sigue hoy siendo cotidiano para muchos. Y tiene fe en que su relato y la movilización de Amnistía Internacional sirvan de algo: «Si ninguna organización de derechos humanos hubiera dicho o hecho nada por mí, aún seguiría allí. Es muy importante seguir concienciando a la gente».


En la política cree menos. Lo cierto es que el nombre de Guantánamo ha sonado poco en el fragor de los caucus estadounidenses. «No me interesan», corta en seco, «después de dos años medio encarcelado por nada creo que quien se mete en política lo hace por dinero».


Ahmed purgó en la bahía cubana un pecado de curiosidad y solidaridad inconsciente. Británico de origen paquistaní, se apuntó a una boda en su tierra junto a otros tres veinteañeros. Uno de ellos se perdió camino a Guantánamo. El mismo nombre que lleva el documental sobre la rocambolesca peripecia que llevó desde Birmingham hasta la prisión cubana a los tres de Tipton, como bautizó en su día la prensa británica al propio Ahmed y a sus compañeros Shafiq Rasul y Asif Iqbal.


Todos ellos acudieron a una mezquita de Karachi y pusieron oídos al proselitismo de su imam para acudir al socorro de los hermanos que al otro lado de la frontera sufrían la primera acometida de las operación Libertad Duradera, lanzada por las fuerzas estadounidenses tras el 11 – S. Su voluntad de arrimar el hombro a la causa musulmana les llevó a Kabul, Kandahar y Kunduz, donde cayeron en manos de la Alianza del Norte, aliada de Washington y ansiosa por empaquetar terroristas rumbo a EEUU.


La primera escala hacia la pesadilla fue un asfixiante contenedor en el que sólo sobrevivieron 40 personas de las 300 que viajaban. Ahmed logró aguantar vivo con la ínfima ración de oxígeno y cambiar de manos afganas a estadounidenses. Después fue facturado en avión a la isla caribeña, en la que comenzó una pesadilla que acabó en 2004 sin que sobre él pesara más cargo que el de haber elegido el peor sitio en el peor momento. Con los rescoldos del World Trade Center aún humeantes y el Gobierno estadounidense buscando culpables para la quebrada opinión pública mundial.


El recuerdo más vivo de aquello es la imagen de las celdas. El aislamiento llegó a hacerlas amables. Lo peor fueron esos cinco meses de soledad total: «Sin ver a nadie, sin libros, sin las cartas de mi familia que tenían en su poder y no me daban». A la tortura mental se unió la física: «Había muy poca comida y te sentías siempre débil. Las palizas eran malas, pero si al menos hubiera tenido una alimentación adecuada hubiera sacado fuerzas para aguantarlas».


La prisión cubana queda lejos, en el espacio y el tiempo, de su casa de Birmingham. Pero los daños colaterales han puesto su vida cuesta arriba.


«No puedo conseguir trabajo», resume encogiéndose de hombros. «Recibo un subsidio de paro de unos 15 euros a la semana. Con eso no se vive. El Gobierno no ha hecho nada. Nos ha dejado tirados, como ovejas perdidas».


Hay otras metamorfosis menos visibles que la de la precariedad económica. Como la que ha sufrido su fe: «Antes de Guantánamo no era religioso. Podía ir a una mezquita cada seis meses. Ahora diría que sí lo soy». O la de la natural desconfianza hacia el sistema. «He comprobado que el Gobierno puede hacer lo que quiera conmigo». Puede decretar, dice, la posibilidad de encerrar sin cargos a un sospechoso durante tres meses. O puede hacer de cada viaje en avión un via crucis cotidiano, convertidos los aeropuertos en epicentros de la psicosis mundial en torno a la seguridad. Entre la muchedumbre descalza que trata de pasar la gincana policial en la frontera, Ahmed nunca pasa inadvertido. «Cada vez que viajo me paran. Ahora cuando vuelva de España me pararán también», señala.


Pero si algo le indigna es que le pregunten por la integración de los musulmanes en Europa. «Hemos estado en el Reino Unido desde los tiempos en que reinaba en la India. Yo mismo he nacido allí. ¿Qué se supone que tengo que hacer para integrarme?», se pregunta con el sincopado acento británico de quien se ha criado en Birmingham. «Cumplo con la ley, pago el alquiler, voy a clubs», enumera y achaca a los europeos el defecto de la intolerancia: «No nos aceptan, aunque digan que esto es una democracia. Está bien que una chica lleve minifalda, pero no velo. Es hipócrita».

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