La inmigración centra el debate electoral en Iowa, un estado rural y de población blanca

Los vecinos de Marshalltown aseguran que los hispanos les quitan el trabajo mientras el alcalde insiste en que la ciudad necesita mano de obra

La Verdad, M. GALLEGO, 04-01-2008

Marshalltown, corazón de Iowa. Casi 2.000 kilómetros hasta la frontera más cercana con México. Nada haría pensar que esta ciudad pudiera convertirse en la Zona Cero del debate electoral sobre inmigración, el cuarto tema más importante para los habitantes de Iowa, según las encuestas. Excepto un tufo a pelo de cerdo quemado que se cuela en los coches y en las casas hasta con las ventanillas cerradas, tan pronto como se entra en la ciudad.

Seguir el olor lleva hasta las inmediaciones de unas grandes instalaciones industriales con aspecto de central nuclear, a juzgar por la seguridad que las rodea. Vallas metálicas de varios metros de altura, guardias en las garitas, pasillos vallados que conectan los aparcamientos a los controles de seguridad. Dentro no hay secretos de estado, pero sí centenares de emigrantes ilegales que desguazan los miles de cerdos que descargan trailers gigantes. Entran en tropel por una puerta, chillando, mientras caen unos encima de otros, amontonados en una nave donde ni siquiera caben. Sin parar de chillar, como si supieran que les espera la muerte.

Swift & Co. es la tercera procesadora de carne del mundo. Cada días 18.000 cerdos son degollados en esta planta que da trabajo a 2.200 personas. Imposible saber cuántos de ellos son ilegales, porque la mayoría son empleados con documentos fiscales falsos, mientras la empresa mira hacia otro lado. Oficialmente el 75% de sus trabajadores pertenece a minorías raciales, la mayoría hispanos. Según José Ramírez, que trabaja doce horas diarias «con los cuchillos en el cuarto frío», el 90% son hispanos.

«Matan personas»

«Aquí no matan marranos, matan personas», sentencia con resentimiento el mexicano. Su trabajo es ingrato y arriesgado. Durante los primeros tres meses ni siquiera tienen seguro médico, pese a que el riesgo de accidentes laborales en un matadero es bastante alto. El ritmo es incesante.

Rosaura Zamora trabajaba «en el cuarto caliente despegando las tripas de los puercos», relata. «Un trabajo muy sucio». Consiste en separar las vísceras «con las puras yemas de los dedos» que le llegan por la cinta mecánica en una pieza envuelta en sangre y excrementos. Tiene 20 segundos para cada pieza. A lo sumo 25. Después de eso llega otra pieza y lo que quede de la primera va a parar a un foso, donde los supervisores vigilan que no se hayan dejado nada atrás. «A veces se revientan las tripas por ir muy rápido y te salpican la sangre y el excremento a la cara. Sales todo apestoso y no te quitas ese olor de encima ni después de bañarte».

Todos coinciden en que «los gabachos» no duran «ni tres días» en el puesto. «Uno lo hace sin poner peros por la necesidad y las ganas de salir adelante, pero es un trabajo muy feo».

A Rosaura se le empezaron a caer las uñas. A otra empleada, Mercedes Rivas, se le deformaron los nudillos. Ramírez dice que «se fregó las manos» varias veces hasta que «le agarró el filo a los cuchillos». Sólo los supervisores son blancos estadounidenses. Y hasta los «gabachos» a los que se refieren los hispanos suelen ser negros de Illinois que empezaron a traer desde que perdieron a la mitad de los hispanos en las redadas del año pasado, pero como insiste Ramírez, «aquí sólo duran los mexicanos y los salvadoreños».

Por eso no cuadra la acusación de Ed Morson, un vecino que ha ido al Instituto Público de Marshalltown para escuchar un mitin del candidato demócrata John Edwards. Quiere saber qué va a hacer para que dejen de llegar hispanos. «Nos quitan los trabajos, y no tenemos tantos. Los contribuyentes americanos les pagamos el colegio, los médicos y los servicios públicos mientras nuestro país está en bancarrota».

Los puestos de Rosaura y de Mercedes están disponibles desde el 12 de diciembre del 2006. A los hispanos que trabajan en la planta no se les olvidará nunca esa fecha, porque era el Día de la Virgen de Guadalupe, la milagrosa patrona de la Nueva España. Muchos sospechan que fue una fecha escogida a propósito para asestar un mazazo a la esperanza, dos semanas antes de la Navidad.

Ese día muchos niños del instituto donde hoy Edwards da su discurso se encontraron sin padres al llegar a casa. La redada comenzó a las 7.30 de la mañana, y para cuando el rumor empezó a extenderse entre los niños del colegio muchos de sus padres iban ya esposados en varios autobuses que salieron de la planta llenos de detenidos. Otros, como Rosaura, siguieron escondidos durante horas entre las herramientas o bajo las cajas de los almacenes, pero los agentes no cejaron hasta dar con ellos. «Pensábamos que ya la habíamos hecho, éramos los últimos», suspira Rosaura, que aguantó con varios compañeros agachada en la oscuridad hasta después del mediodía. «Fueron muy bruscos, se burlaron de nosotros, nos trataron muy mal».

La mayoría fue deportada a los pocos días. Otros, los que habían usurpado la identidad de ciudadanos americanos para trabajar y sacarse tarjetas de crédito o pedir préstamos, aún siguen en la cárcel. Algunos más que no estaban ese día en la fábrica hicieron el petate y se marcharon, temerosos de que Inmigración fuera a buscarlos a casa, ahora que tenía los archivos de la planta.

Salvada por sus hijas

A Rosaura la salvaron sus hijas, de 3 y 4 años, nacidas en EE. UU. Gracias a que no había quien las cuidara sigue peleando en los tribunales, con la ayuda de la Iglesia de St. Mary, donde la hermana Cristina la lleva a los juzgados cada vez que tiene que comparecer, Rosaura no conduce, y aunque los mexicanos son capaces de andar kilómetros en estas ciudades desangeladas, construidas en torno autovías para forzar el uso del coche, las temperaturas de hasta 20 grados bajo cero minan la resistencia de los más sufridos.

El alcalde de Marshalltown Gene Beach insiste en que desde entonces la ciudad no tiene mano de obra para hacer frente a las necesidades de la planta, su motor económico, pero su queja pasa sin dejar rastro por los oídos de muchos vecinos. Fred Lembke insiste en que «la inmigración está fuera de control, ¿hay que hacer algo!», espeta. Cada vez que escucha a un candidato le interroga para averiguar si tiene un plan para acabar con «el colador» de la frontera, y eso ha puesto tanta presión en la campaña que, salvo el congresista Dennis Kucinich, todos hablan de redoblar la seguridad y penalizar a las empresas que contraten ilegales.

A Lembke le parece que la situación de emigrantes es peor en su ciudad que en ninguna parte, y tendría razón si se mira sólo al estado de Iowa, universo de este mecánico. En Marshalltown los hispanos suponían en el censo del 2000 un 12,6%, casi cinco veces más que en el resto del estado. Un 200% más que en el anterior censo de 1990, y eso sin contar los entre 55.000 y 85.000 indocumentados que estima el Pew Hispanic Center.

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